-¡Chsss!, te lo ruego -me respondió sin que yo pudiera comprender por qué- Molestas a
la gente; mira a la escena.
Traté, según me ordenaban, de ver y oír algo de lo que sucedía; pero fue inútil. La miré
de nuevo y la vi ocultarse en un rincón y apoyar la frente en su mano enguantada.
-Agnes - le dije-, me parece que no estás bien.
-Sí, sí; no te preocupes por mí, Trotwood -replicó ella-; escúchame: ¿te vas a marchar
pronto?
-¿Si me marcho pronto? -repetí.
-Sí.
Tuve la estúpida intención de contestar que la esperaría para darle el brazo en las
escaleras, y supongo que debí decirle algo, pues después de mirarme atentamente un momento pareció comprender y replicó en voz baja:
-Sé que harás lo que te pida, si te digo que me interesa mucho. Vete ahora mismo,
Trotwood, por cariño a mí; ruega a tus amigos que te acompañen a tu casa.
Su presencia había producido ya bastante efecto sobre mí para que me sintiera
avergonzado a pesar de mi cólera, y con un corto «buesches» (que quería decir buenas
noches) me levanté y salí. Steerforth me siguió, y me pareció que no ha bía dado más que
un paso desde la puerta del palco a la de mi habitación, donde me encontré solo con él.
Me ayudó a desnudarme, mientras yo le decía, alternativamente, que Agnes era mi
hermana y que le rogaba que me trajera el sa cacorchos para abrir otra botella.
Alguien pasó la noche en mi cama diciendo y haciendo sin cesar las mismas cosas, en
un sueño febril; la cama parecía un mar agitado, que no se calmaba nunca. Después,
cuando poco a poco fui encontrándome a mí mismo, empecé a sentirme la garganta seca,
la piel ardorosa, y me parecía que mi lengua era el fondo de un puchero vacío que se
estuviese calentando a fuego lento y que las palmas de mis manos eran dos planchas de
metal ardiendo que ni el hielo podrían refrescar.
¡Qué agonía de espanto, qué remordimiento, qué vergüenza sentí cuando recobré
conciencia al día siguiente! ¡Qué horror pensar las mil tonterías que habría cometido sin
darme cuenta y que ya no podría reparar nunca! ¡El recuerdo de aquella inolvidable
mirada de Agnes; la imposibilidad en que me encontraba de tener una explicación con
ella, puesto que ni siquiera sabía (era un animal) ni por qué había venido a Londres ni
dónde paraba; el asco que me causaba la vista de la habitación en que había tenido lugar
el festín; el olor del tabaco; los vasos todavía sucios; el dolor de cabeza que tenía, que me
impedía salir y casi levantarme! ¡Qué día!
Y ¡qué noche cuando, sentado al lado del fuego, saboreando lentamente una taza de
caldo de cordero cubierta de grasa, pensaba que tomaba el mismo camino que mi predecesor y que le sucedería en su triste suerte igual que en su habitación! ¡Tenía muchas
ganas de irme corriendo a Dover con mi tía para hacer confesión general!
¡Qué noche cuando mistress Crupp vino a llevarse la taza de caldo y me trajo, en un
plato, un riñón, un solo riñón, como único resto (según decía) del festín de la víspera.
Estuve a punto de caer sobre su seno de nanquín y de exclamar en mi arrepentimiento
sincero: «¡Oh mistress Crupp, mistress Crupp; no me hable de los restos, que soy muy
desgraciado!».
Lo que únicamente me detuvo en aquel impulso del corazón fue que no estaba muy
seguro de que mistress Crupp fuera precisamente la mujer en quien poder depositar la
confianza.
CAPÍTULO V
EL ANGEL BUENO Y EL ANGEL MALO