Alguien fumaba, y todos nos pusimos a fumar; yo también, a pesar de lo que me
repugnaba. Steerforth había pronunciado un discurso en mi honor, durante el cual me
había conmovido casi hasta llorar. Le respondí expresando el deseo de que la presente
sociedad comiera conmigo al día siguiente, y al otro, y todos los demás, a las cinco, con
objeto de gozar de su compañía y de su conversación toda la ve lada. Me sentí obligado a
un brindis individual, y propuse beber a la salud de mi tía «miss Betsey Trotwood, el
honor de su sexo».
Después, alguien se inclinaba por la ventana de mi alcoba y apoyaba su frente ardorosa
contra las piedras de la balaus trada, recibiendo el viento en el rostro: era yo. Me dirigía a
mí mismo, llamándome Copperfield y me decía: « ¿Por qué has fumado? Ya sabes que no
puedes hacerlo». Después alguien que no está muy seguro sobre sus piernas se mira al
espejo. También soy yo. Me encuentro muy pálido; con la mirada vaga y los cabellos
(sólo los cabellos) que parecen borrachos.
Alguien me dice: «Vamos al teatro, Copperfield». Ya no veo la alcoba, sólo veo la
mesa cubierta de vasos; la lámpara; Grainger a mi derecha, Markhan a mi izquierda, y
Steerforth enfrente, todos sentados como en una niebla lejana. « ¿Al teatro? ¡Sin duda!
¡Eso es! ¡Vamos! Dispensadme si salgo el último para apagar la luz; no sea que cause un
incendio.»
Sin duda a causa de alguna confusión en la oscuridad, la puerta había desaparecido y yo
la buscaba en las cortinas de la ventana, cuando Steerforth, riendo, me agarró de un brazo
y me sacó fuera. Bajamos las escaleras uno tras otro. Cerca del final, alguien se cayó y
rodó hasta el portal. Alguien dijo que había sido Copperfield. Yo estaba indignado de
aquella falsa noticia, hasta el momento en que, encontrándome en el suelo, empecé a
creer que quizá tenía algún funda mento aquella suposición.
Era una noche de niebla espesa, con grandes aureolas alrededor de los faroles de la
calle. Oí decir vagamente que llovía; pero a mí me parecía que helaba. Steerforth me
sacudió un poco debajo de un farol, me puso el sombrero, que alguien había sacado de no
sé dónde ni cómo, pues antes no lo tenía, y me preguntó: « ¿Cómo lo encuentras,
Copperfield?», y yo le respondí: « Mejor que nunca».
Un hombre embutido en una taquilla apareció tras la nie bla y recibió dinero de alguien,
al mismo tiempo que preguntaba si habían pagado por mí; pareció dudar (a lo que puedo
recordar de aquel instante rápido como un relámpago) si dejarme entrar o no, y un
momento después estábamos sentados en lo alto de un teatro asfixiante. Nos asomamos al
patio de butacas, que parecía echar humo; la gente amontonada allí se confundía a mis
ojos. Había también un gran escenario, que parecía muy limpio y muy brillante cuando se
venía de la calle, y además había gente que se paseaba y hablaba en él de algo, pero de
una manera confusa. Había mucha luz, música, señoras en los palcos, y no sé qué más.
Me parecía que todo el edificio tomaba una lección de natación al ver las oscilaciones
extrañas con que todo se me escapaba cuando trataba de fijar la vista.
Ante la proposición de alguien, decidimos bajar a los primeros palcos, donde estaban
las señoras. Vi a un señor vestido de etiqueta echado en un diván co n los gemelos en la
mano, y me vi también a mí mismo de pie ante un espejo.
Me introdujeron en un palco, donde me di cuenta de que hablaba mientras me sentaba,
y que a mi alrededor gritaban: «¡Silencio!» a alguien; vi que las señoras me lanzaban
miradas de indignación y... ¿qué?... ¡Sí!... Agnes, sentada delante de mí en el mismo
palco, al lado de un señor y de una señora que yo no conocía. Ahora veo su rostro
seguramente mucho mejor que cuando lo vi entonces, volverse hacia mí con una
expresión inolvidab le de asombro y pena.
-¡Agnes! -dije temblando-. ¡Dios mío, Agnes!