A la mañana siguiente de aquel deplorable día de dolor de cabeza, de mareos y de
arrepentimiento, iba a salir, sin acordarme ya bien de la fecha del festín, como si un
escuadrón de titanes hubiera lanzado la antevíspera en un pasado de muchos meses,
cuando vi a un muchacho que subía con una carta en la mano. No se daba mucha prisa
para ejecutar su misión; pero cuando me vio mirarle desde lo alto de la escalera por
encima de la barandilla echó a correr y llegó a mi lado tan sofocado como si llevara
muchas horas sin parar.
-¿Míster T. Copperfield? -dijo tocándose el sombrero.
Estaba tan emocionado por la convicción de que aquella carta era de Agnes, que apenas
podía contestar que era yo. Terminé, sin embargo, por decide que yo era míster T. Copperfield, y no puso ninguna dificultad en creerme.
-Aquí está la carta, y espero contestación.
Lo dejé en el descansillo de la escalera y cerré la puerta al volver a entrar en casa;
estaba tan conmovido, que me vi obligado a dejar la carta encima de la mesa al lado del
desayuno para familiarizarme un poco con la letra antes de decidirme a romper el sobre.
A1 leerla vi que era una carta muy cariñosa y que no hacía ninguna alusión al estado en
que me había encontrado la antevíspera en el teatro. Decía únicamente:
«Mi querido Trotwood:
»Estoy en casa del apoderado de papá, míster Wa terbrook, en Ely-place,
Holborn. ¿Puedes venir a verme hoy? Estaré a la hora que me digas.
»Siempre tu afectuosa,
AGNES.»
Tardé tanto en escribir una respuesta que me satisficiera algo, que no sé lo que el
muchacho creería. Estoy seguro de que hice lo menos media docena de borradores: Uno
empezaba: «¿Cómo puedo esperar, mi querida Agnes, borrar nunca de tu memoria la
impresión de asco...». Al llegar ahí no estaba satisfecho y la rompí. Otra empezaba: «Ya
Shakespeare hizo la observación, mi querida Agnes, de lo extraño que era que un hombre
pueda meter a su propio ene migo en su boca...» . Pero ese hombre indefinido me recordó
a Markhan, y no continué. Traté de hacer hasta poesía. Empecé una de seis sílabas: «¡Oh,
no recordemos!» ...; pero aquello se parecía al « 15 de noviembre», y me pareció un
absurdo. Después de muchas tentativas escribí:
«Mi querida Agnes:
Tu carta es como tú. ¿Qué más puedo decir en su favor? Iré a las cuatro.
Con mucho cariño y arrepentimiento,
T. C.»
Con esta misiva (que tan pronto como estuvo fuera de mis manos deseé recobrarla)
partió, por último, el muchacho.
Si el día fuera la mitad de penoso para cualquiera de los profesionales empleados en el
Tribunal de Doctores que lo fue para mí, creo sinceramente que expiarían con crueldad la
parte que les toca de aquel viejo y rancio queso eclesiástico. Dejé la oficina a las tres y
media; algunos minutos después vagaba por los alrededores de la casa de míster
Waterbrook. Sin embargo, la hora fijada para mi cita había pasado hacía un cuarto de
hora, según el reloj de Saint Andrew Hilborn, antes de que yo hubiera reunido el valor
suficiente para llamar a la campanilla particular, a la izquierda de la puerta de míster
Waterbrook.
Los negocios profesionales de míster Waterbrook se ha cían en el piso bajo, y los de un
orden más elevado (que eran muchos), en el primer piso. Me hicieron entrar en un bonito
salón, un poco ahogado, donde encontré a Agnes haciendo punto.