Mistress Crupp fue presa de un golpe de tos violentísimo, en medio del cual contestó
con dificultad:
-Cayó enfermo aquí, señora, y... ¡ugh! ¡ugh! ¡ugh! ha muerto.
-¡Ah! ¿Y de qué murió? -preguntó mi tía.
-Pues señora, ha muerto de tanto beber --dijo mistress Crupp en tono confidencial- y de
humo.
-¿De humo? ¿No será a causa de las chimeneas? -dijo mi tía.
-No señora -repuso mistress Crupp-. Cigarros y pipas.
-Por lo menos no es contagioso, Trot --observó mi tía volviéndose hacia mí.
-No, por cierto --dije yo.
En resumen, mi tía, viendo lo encantado que yo estaba con el piso, lo alquiló por un
mes, con derecho de conservarlo un año después del primer mes de prueba.
Mistress Crupp tenía que ocuparse de mi ropa y de la co cina; todas las demás
necesidades de la vida estaban ya en el piso, y aquella señora se comprometió
formalmente a sentir por mí la ternura de una madre.
Debía entrar en posesión de la casa dos días después, y mistress Crupp daba gracias al
cielo por haber encontrado alguien a quien prodigar sus cuidados.
Al volver al hotel, mi tía me dijo que contaba con la vida que iba a llevar para darme
firmeza y confianza en mí mismo, que era lo único que me faltaba. Al día siguiente me
repitió el mismo consejo muchas veces mientras nos ocupábamos de que nos enviaran mi
ropa y mis libros, que estaban todavía en casa de míster Wickfield. Escribí una larga carta
a Agnes pidiéndoselos y al mismo tiempo le contaba mis últimas vacaciones. Mi tía, que
debía partir al día siguiente, se encargó de mi carta. Para no prolongar estos detalles,
añadiré únicamente que mi tía me proveyó de todas las necesidades que podía tener y
satisfacer en aquel mes de ensayo; que Steerforth, con gran desilusión nuestra, no
apareció antes de su marcha; y que no la dejé hasta verla instalada y segura en la
diligencia de Dover con Janet a su lado y gozando de antemano de las victorias que iba a
obtener sobre los asnos errantes. Y después de la partida de la diligencia tomé el ca mino
de Adelphi, recordando los tiempos en que erraba por sus arcos subterráneos y pensando
en los felices cambios que me habían traído a la superficie.
CAPÍTULO IV
MI PRIMER EXCESO
Era una cosa deliciosa el tener aquel distinguido castillo para mí solo y sentirme,
cuando cerraba la puerta, como Ro binson Crusoe cuando, después de encerrarse en sus
fortificaciones, retiraba la escala tras de sí. Era una cosa deliciosa el pasear por la ciudad
con la llave de mi casa en el bolsillo y saber que podía invitar a quien me pareciese,
completamente seguro de que no molestaba a nadie, de no ser a mí mismo. Era una cosa
deliciosa el salir y entrar cuando me parecía, sin tener que dar cuentas a nadie, y el tocar
la campanilla para que mistress Crupp subiera, toda sofocada, de las profundidades de la
tierra cuando la necesitaba (y cuando le daba la gana subir). Todo esto, digo, me parecía
la cosa más encantadora; pero, debo decirlo también, había veces en que me parecía
triste.
Por las mañanas era delicioso, y sobre todo en las mañanas hermosas. Con la luz del día
me parecía aquella una vida joven, libre y agradable, y todavía más libre y mas joven si
hacía sol; pero al declinar la tarde la vida parecía bajar también. Yo no sé en qué
consistiría; pero perdía mucho de su belleza a la luz de las velas. Entonces deseaba
alguien con quien hablar, echaba de menos a Agnes. Encontraba un enorme vacío en la
falta de la tranquila sonrisa de mi confidente. Mistress Crupp parecía que estaba muy