Charles Dickens | Page 215

-Supongo, caballero -dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía-, que cuando un empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude por menos de enrojecer, parecía que aquello era elo giarme a mí mismo), supongo que entonces quizá sea costumbre conceder algún... Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que yo iba a decir. -No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo; pero míster Jorkins es inconmovible. Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jorkins. Más adelante descubrí que era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en permanecer en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo, míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si algún cliente tardaba en arreglar su cuenta, míster Jorkins estaba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow Jorkins. Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de ensayo tan pronto como quisiera, y que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se ofreció a enseñarme el edificio para que conociera los lugares. Como lo estaba de seando, acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ga nas -según dijo- de aventurarse por allí, pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un patio adoquinado y rodeado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda, en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros revestidos de rojo y con pelucas grises: eran los doctores en cuestión. En el centro de la herradura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían muchos personajes del mismo rango que mis ter Spenlow, vestidos como él, con trajes negros guarnecidos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde. Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba representado por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la estufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era interrumpida más que por el chisporro teo del fuego y por la voz de uno de los doctores, que vagaba con pasos lentos a través de toda una biblioteca de testimonios, y se detenía de vez en cuando en las pequeñas hosterías de discusiones incidentales que se encontraba