-Supongo, caballero -dije todavía, deseoso de salvar el dinero de mi tía-, que cuando un
empleado se haga muy útil y esté completamente al corriente de su profesión (no pude
por menos de enrojecer, parecía que aquello era elo giarme a mí mismo), supongo que
entonces quizá sea costumbre conceder algún...
Míster Spenlow, con un gran esfuerzo, consiguió sacar su cabeza del cuello de la
camisa lo bastante para sacudirla y contestarme anticipándose a la palabra «sueldo», que
yo iba a decir.
-No. No sé lo que yo haría tocante a este punto, míster Copperfield, si estuviera solo;
pero míster Jorkins es inconmovible.
Yo estaba muy asustado pensando en aquel terrible Jorkins. Más adelante descubrí que
era un hombre dulce, algo aburrido y cuyo puesto en la asociación consistía en permanecer en segunda línea y en prestar su nombre para que le presentaran como el más
endurecido y cruel de los hombres. Si alguno de los empleados quería aumento de sueldo,
míster Jorkins no quería oír hablar de semejante proposición; si algún cliente tardaba en
arreglar su cuenta, míster Jorkins estaba decidido a hacérsela pagar, y por penoso que
pudiera ser y fuera aquello para los sentimientos de míster Spenlow, míster Jorkins hacía
su gravamen. El corazón y la mano del buen ángel de Spenlow siempre habrían estado
abiertos sin aquel demonio de Jorkins, que le retenía. Conforme he sido más viejo creo
haber entendido que otras muchas casas de comercio se rigen por el principio de Spenlow
Jorkins.
Quedamos de acuerdo en que empezaría mi mes de ensayo tan pronto como quisiera, y
que mi tía no necesitaba seguir en Londres ni volver cuando expirase el plazo, pues era
fácil enviarle a firmar el contrato necesario. Después de arreglar eso, míster Spenlow se
ofreció a enseñarme el edificio para que conociera los lugares. Como lo estaba de seando,
acepté y salimos dejando a mi tía, que no tenía ga nas -según dijo- de aventurarse por allí,
pues, si no me equivoco, tomaba todos los Tribunales judiciales por otros tantos
depósitos de pólvora, siempre a punto de estallar. Míster Spenlow me condujo por un
patio adoquinado y rodeado de casas de ladrillo de aspecto imponente que tenían inscritas
encima de sus puertas los nombres de los doctores; eran, al parecer, la morada oficial de
los abogados de los cuales me había hablado Steerforth. De allí entramos, a la izquierda,
en una gran sala, bastante triste, que me parecía una capilla. El fondo de aquella
habitación estaba separado del resto por una balaustrada y allí, a cada lado de un estrado
en forma de herradura, vi, instalados en cómodas sillas, a numerosos caballeros
revestidos de rojo y con pelucas grises: eran los doctores en cuestión. En el centro de la
herradura había un anciano sentado en un estrado que parecía un púlpito. Si hubiera visto
a aquel señor en una jaula le habría tornado por un búho; pero supe que era el juez
presidente. En el espacio libre del interior de la herradura, a nivel del suelo, se veían
muchos personajes del mismo rango que mis ter Spenlow, vestidos como él, con trajes
negros guarnecidos de piel blanca; estaban sentados alrededor de una gran mesa verde.
Sus cuellos eran por lo general muy tiesos, y su aspecto también me lo pareció; pero no
tardé en darme cuenta de que respecto a eso no les hacía justicia, pues dos o tres de ellos
tuvieron que levantarse para responder a las preguntas del dignatario que les presidía, y
no recuerdo haber visto nadie más humilde en mi vida. El público estaba representado
por un chico con una bufanda y un hombre de raído indumento que mordisqueaba a
hurtadillas un mendrugo de pan que sacaba de su bolsillo y se calentaba al lado de la estufa que había en el centro de la sala. La tranquila languidez de aquel lugar no era
interrumpida más que por el chisporro teo del fuego y por la voz de uno de los doctores,
que vagaba con pasos lentos a través de toda una biblioteca de testimonios, y se detenía
de vez en cuando en las pequeñas hosterías de discusiones incidentales que se encontraba