hombrecito seco, que estaba sentado solo en un rincón, llevaba peluca y parecía estar
hecho de pan moreno, se levantó para recibir a mi tía y nos introdujo en el despacho de
mister Spenlow.
-Mister Spenlow está en el Tribunal, señora -dijo el hombrecito-; pero voy a mandar a
buscarle al momento.
Nos quedamos solos, y aproveché la oportunidad para mirarlo todo. La habitación
estaba amueblada a la antigua, y todo estaba lleno de polvo; el tapete verde de la mesa
había perdido el color y estaba arrugado y pálido como un mendigo viejo. La tenían llena
de una cantidad enorme de carpetas. En el dorso de unas ponía: «Alegaciones» ; en otra,
con gran sorpresa mía, lei: «Libelos»; unos eran para el Tribunal del Consistorio; otros,
para el de los Arcos, y otros, para el de Prerrogativas. También los había para el del
Almirantazgo y para la Cámara de Diputados. Y yo pensaba cuántos Tribunales serían
entre todos, y cuánto tiempo haría falta para entenderlos. Había también gruesos
volúmenes manuscritos de «Declaraciones» , sólidamente encuadernados y atados juntos
por series enormes. Una serie para cada causa, como si cada causa fuera una historia en
diez o veinte volúmenes. Todo aquello debía de ocasionar muchos gastos, y me dio una
agradable idea de lo que ganarían los procuradores. Paseaba mi vista con creciente
complacencia por todos aquellos objetos y otros semejantes, cuando se oyeron pasos
rápidos en la habitación de al lado, y mister Spenlow, con traje negro guarnecido de
pieles blancas, entró rápidamente, quitándose el sombrero.
Era un hombre pequeño y rubio, con unas botas de un brillo irreprochable, una corbata
blanca y un cuello muy duro. Llevaba el traje abrochado hasta la barbilla, muy ceñido el
talle, y parecía que debía de haberle costado mucho trabajo el rizado de las patillas, que
también era impecable. Su cadena de reloj era tan maciza, que se me ocurrió pensar que
para sacarla del bolsillo necesitaría un brazo de oro tan robusto como los que se ven en
las muestras de los batidores de oro. Estaba tan compuesto y tan estirado, que apenas
podía moverse, viéndose obligado, cuando miraba los papeles de su pupitre -después de
sentado en su silla-, a mover todo el cuerpo de un lado a otro como una marioneta.
Fui presentado al momento por mi tía, y me recibió cortésmente. Me dijo:
-¿Así es, míster Copperfield, que desea usted entrar en nuestra profesión? El otro día,
cuando tuve el gusto de ver a miss Trotwood (con otra inclinación de su cuerpo, actuando
nuevamente como una marioneta) le hablé casualmente de que había aquí una vacante.
Miss Trotwood fue lo bastante buena para decirme que tenía un sobrino a quien no sabía
a qué dedicar. Este sobrino tengo ahora el placer de... (otra inclinación).
Hice un saludo de agradecimiento, y dije que mi tía me había hablado de aquella
vacante y que, como me parecía que había de gustarme mucho, había aceptado
inmediatamente la proposición. Sin embargo, no podía comprome terme formalmente sin
conocer mejor el asunto, y, aunque no fuese más que por asegurarme, me gustaría tener la
ocasión de probar para ver si me gustaba como creía antes de comprometerme
irrevocablemente.
-¡Oh, sin duda, sin duda! -dijo míster Spenlow-. Nosotros, en esta casa, siempre
proponemos un mes de prueba. Y yo, por mi parte, tendría mucho gusto en proponerle
dos o tres, o un plazo indefinido; pero como tengo un socio, míster Jorkins...
-Y la prima, caballero -repuse-, ¿es de mil libras?
-La prima, incluido su registro, es de mil libras -dijo míster Spenlow-. Como ya le he
dicho a miss Trotwood, no obro por consideraciones mercenarias; creo que habrá pocos
hombres más desinteresados que yo; pero míster Jor kins tiene sus opiniones sobre estos
asuntos, y yo estoy obligado a respetarlas. En una palabra, míster Jorkins opina que mil
libras no es mucho.