Nos detuvimos ante la tienda de juguetes de Fleet Street para mirar los gigantes de
Saint Dunstan tocando las campanas (habíamos calculado el tiempo para llegar a verlos a
las doce en punto), y después nos dirigimos a Ludgate Hill y al cementerio de Saint Paul.
Cuando llegábamos al primero de estos sitios observé que mi tía aceleraba el paso y
parecía asustada.
Al mismo tiempo me di cuenta de que un hombre de mal aspecto, que se había parado
para mirarnos al pasar un momento antes, nos seguía tan de cerca que rozaba el traje de
mi tía.
-¡Trot, mi querido Trot! -exclamó mi tía en un murmullo de terror y apretándome el
brazo-. ¡No sé qué hacer!
-No se asuste, tía; no merece la pena que se asuste. Entre en una tienda, y yo me
encargo de ese individuo.
-No no, hijo mío -repuso ella-, no le hables por nada del mundo. Te lo pido, te lo
ordeno.
-Por Dios, tía -dije yo-, si no es más que un mendigo descarado.
-Tú no sabes lo que es -replicó mi tía-. Tú no sabes quién es. ¡No sabes lo que tu dices!
Mientras sucedía esto nos habíamos detenido en un portal, y el hombre se había
detenido también.
-¡No le mires! -dijo mi tía, pues yo volvía la cabeza con indignación-. Búscame un
coche, hijo mío, y espérame en el cementerio de Saint Paul.
-¿Esperarla? -repetí.
-Sí -insistió mi tía- Yo ahora tengo que irme; tengo que irme con él.
-¿Con quién, tía? ¿Con ese hombre?
-No estoy loca, y te digo que debo hacerlo. Búscame un coche.
A pesar de lo sorprendido que estaba, me daba cuenta de que no tenía derecho a
negarme a lo que tan perentoriamente me ordenaba. Di con precipitación varios pasos y
llamé a un coche que pasaba. Apenas había bajado el estribo, cuando mi tía ya estaba
dentro y el hombre la siguió. Ella me hizo seña con la mano de que me alejara, con tal
seriedad, que, a pesar de mi confusión, me alejé de ellos al momento. Mientras lo hacía la
oí decir al cochero: «A cualquier sitio, siga adelante». Un momento después el coche
pasaba por mi lado.
Lo que mister Dick me había contado y que yo había supuesto serían fantasías de las
suyas me vino a la memoria. No cabía duda; aquél era el hombre de quien me había hablado tan misteriosamente, aunque la naturaleza de sus derechos sobre mi tía no los podia
imaginar. Después de esperar media hora en el cementerio, vi llegar el coche. El cochero
paró delante de mí. Mi tía estaba sola.
Todavía no se había repuesto lo bastante de su emoción para presentarse donde nos
dirigíamos; así es que me hizo subir con ella al coche, ordenando al conductor que diera
una vuelta despacio. Únicamente me dijo:
-Hijo mío, no me preguntes nunca nada ni hagas referencia a esto.
Un momento después había recobrado todo su aplomo y me dijo que ya estaba repuesta
por completo y podíamos despedir el coche. Al pagar al cochero vi que todas las guineas
habían desaparecido y que sólo quedaba la plata.
Se entra en el edificio del Tribunal de Doctores por un arco pequeño y bajo. Apenas
habíamos dado algunos pasos por su recinto cuando el ruido de la ciudad se apagaba ya
en la lejanía, como por encanto; los patios oscuros y tristes, las galerías estrechas, nos
llevaron pronto a las oficinas de Spenlow y Jorkins, que recibían la luz Genital. En el
vestíbulo de aquel templo, en el que los peregrinos podían penetrar sin cumplir la
ceremonia de llamar a la puerta, había dos o tres escribientes trabajando. Uno de ellos, un