Ham me llevaba a caballo encima de sus hombros, y con una de nuestras maletas
debajo del brazo; Peggotty llevab a la otra maleta. Pasamos por senderos cubiertos con
montones de viruta y de montañitas de arena; después cerca de una fábrica de gas, por
delante de cordelerías, arsenales de construcción y de demolición, arsenales de calafateo,
de herrerías en movimiento y de muchos sitios análogos. Y por fin llegamos ante la vaga
extensión que ya había visto a lo lejos. Entonces Ham dijo:
-Esta es nuestra casa, señorito Davy.
Miré en todas direcciones cuanto podía abarcar en aquel desierto, por encima del mar y
por la orilla; pero no conseguí descubrir ninguna casa; allí había una barcaza negra o algo
parecido a una barca viejísima, alta y seca en la arena, con un tubo de hierro asomando
como una chimenea, del que salía un humo tranquilo. Pero alrededor nada que pudiera
parecer una casa.
-¿No será eso? -dije- ¿Eso que parece una barca?
-Precisamente eso, señorito Davy -replicó Ham.
Si hubiera sido el palacio de Aladino con todas sus maravi llas, creo que no me hubiera
seducido más la romántica idea de vivir en él. Tenía una puerta bellísima, abierta en un
lado, y tenía techo y ventanas pequeñas; pero su mayor encanto consis tía en que era un
barco de verdad, que no cabía duda que había estado sobre las olas cientos de veces y que
no había sido hecho para servir de morada en tierra firme. Eso era lo que más me
cautivaba. Hecha para vivir en ella, quizá me hubiera parecido pequeña o incómoda o
demasiado aislada; pero no habiendo sido destina da a ese uso, resultaba una morada
perfecta.
Por dentro estaba limpia como los chorros del oro y lo más ordenada posible. Había una
mesa y un reloj de Dutch y una cómoda, y sobre la cómoda una bandeja de té, en la que
había pintada una señora con una sombrilla paseándose con un niño de aspecto marcial
que jugaba al aro. La bandeja estaba sostenida por una Biblia. Si la bandeja se hubiese
escurrido habría arrastrado en su caída gran cantidad de tazas, platillos, y una tetera que
estaban agrupados su alrededor. En las paredes había algunas láminas con marcos y
cristal: eran imágenes de la Sagrada Escritura. Después no he podido verlas en manos de
los vendedores ambulantes sin contemplar al mismo tiempo el interior completo de la
casa del hermano de Peggotty. Abrahán, de rojo, disponiéndose a sacrificar a Isaac, de
azul, y Daniel, de amarillo, dentro de un foso de leones, verdes, eran los más notables.
Sobre la repisita de la chimenea había un cuadro de la lúgubre Shara Jane, comprado en
Sunderland, que tenía una mujercita en relieve: un trabajo de arte, de composición y de
carpintería que yo consideraba como una de las cosas más deseables que podía ofrecer el
mundo. En las vigas del techo había varios ganchos, cuyo uso no adiviné entonces;
algunos baúles y cajones servían de asiento, aumentando así el número de sillas.
Todo esto lo vi, nada más franquear la puerta, de un primer vistazo, de acuerdo con mi
teoría de observación infantil. Después, Peggotty, abriendo una puertecita, me enseñó mi
habitación. Era la habitación más completa y deseable que he visto en mi vida. Estaba en
la popa del barco y tenía una ventanita, que era el sitio por donde antes pasaban el timón;
un espejito estaba colgado en la pared, precisamente a mi altura, con su marco de
conchas; también había un ramo de plantas marinas en un cacharro azul, encima de la
mesilla, y una cainita con el sitio suficiente para meterse en ella. Las paredes eran blancas
como la leche, y la colcha, hecha de retales, me cegaba con la brillantez de sus colores.
Una cosa que observé con interés en aquella deliciosa casita fue el olor a pescado; tan
penetrante, que cuando sacaba el pañuelo para sonarme olía como si hubiera servido para
envolver una langosta. Cuando confié este descubri miento a Peggotty, me dijo que su
hermano se dedicaba a la venta de cangrejos y langostas, y, en efecto, después encontré