Quiero suponer que el caballo del carretero era el más perezoso del mundo, pues
caminaba muy despacio y con la cabeza baja, como si le gustase hacer esperar a la gente
a quien llevaba los encargos. Y hasta me pareció que, de vez en cuando, se reía para sí al
pensar en ello. Sin embargo, el carretero me dijo que era tos porque había cogido un
constipado.
También él tenía la costumbre de llevar la cabeza baja, como su caballo, y mientras
conducía iba medio dormido, con un brazo encima de cada rodilla. Y digo «conducía»
aunque a mí me pareció que el carro hubiera podido ir a Yarmouth exactamente igual sin
él; era evidente que el caballo no lo necesitaba; y en cuanto a dar conversación, no tenía
ni idea; sólo silbaba.
Peggotty llevaba sobre sus rodillas una hermosa cesta de provisiones, que hubiera
podido durarnos hasta Londres aunque hubiéramos continuado el viaje con el mismo
medio de transporte. Co míamos y dormíamos. Peggotty siempre se dormía con la barbilla
apoyada en el asa de la cesta, postura de la que ni por un momento se cansaba; y yo
nunca hubiera podido creer, de no haberlo oído con mis propios oídos, que una mujer tan
débil roncase de aque l modo.
Dimos tantas vueltas por tantos caminos y estuvimos tanto tiempo descargando la
armadura de una cama en una posada y llamando en otros muchos sitios, que estaba ya
cansadísimo, y me puse muy contento cuando tuvimos a la vista Yarmouth.
Al pasear mi vista por aquella gran extensión a lo largo del río me pareció que estaba
todo muy esponjoso y empapado, y no acertaba a comprender cómo si el mundo es realmente redondo (según mi libro de geografía) una parte de él puede ser tan sumamente
plana. Imaginando que Yarmouth podía estar situada en uno de los polos, ya era más
explicable. Conforme nos acercábamos veíamos extenderse cada vez más el horizonte
como una línea recta bajo el cielo. Le dije a Peggotty que alguna colina, o cosa
semejante, de vez en cuando, mejoraría mucho el paisaje, y que si la tierra estuviera un
poco más separada del mar y la ciudad menos sumergida en él, como un trozo de pan en
el caldo, sería mucho más bonito. Pero Peggotty me contestó, con más énfasis que de
costumbre, que había que tomar las cosas como eran, y que, por su parte, estaba orgullosa
de poder decir que era un «arenque» de Yarmouth.
Cuando salimos a la calle (que era completamente extraña y nueva para mí); cuando
sentí el olor del pescado, de la pez, de la estopa y de la brea, y vi a los pescadores
paseando y las carretas de un lado para otro, comprendí que había sido injusto con un
pueblo tan industrial; y se lo dije enseguida a Peggotty, que escuchó mis expresiones de
entusiasmo con gran complacencia y me contestó que era cosa reconocida (supongo que
por todos aquellos que habían tenido la suerte de nacer « arenques») que Yarmouth era,
por encima de todo, el sitio más hermoso del universo.
-Allí veo a mi Ham. ¡Pero si está desconocido de lo que ha crecido -gritó Peggotty.
En efecto, Ham estaba esperándonos a la puerta de la po sada, y me preguntó por mi
salud como a un antiguo cono cido. Al principio me daba cuenta de que no le conocía
tanto como él a mí, pues el haber estado en casa la noche de mi nacimiento le daba, como
es natural, gran ventaja. Sin embargo, empezamos a intimar desde el momento en que me
cogió a caballo sobre sus hombros para llevarme a casa. Ham era entonces un muchacho
grandón y fuerte, de seis pies de alto y bien proporcionado, con enormes espaldas redondas; pero con una cara de expresión infantil y unos cabellos rubios y rizados que le
daban todo el aspecto de un cordero. Iba vestido con una chaqueta de lona y unos
pantalones tan tiesos, que se hubieran sostenido solos incluso sin piernas dentro.
Sombrero, en realidad, no se podía decir que lle vaba, pues iba cubierto con una especie
de tejadillo algo embreado como un barco viejo.