gran cantidad de ellos en un montón inmenso. No sabían estar un momento sin pinchar
todo lo que encontraban en un pequeño pilón de madera que había fuera de la casa, y en
el que también se metían los pucheros y cacerolas.
Fuimos recibidos por una mujer muy bien educada, que tenía un delantal blanco y a
quien yo había visto desde un cuarto de milla de distancia haciendo reverencias en la
puerta cuando llegaba montado en Ham. A su lado estaba la niña más encantadora del
mundo (así me lo pareció), con un collar de perlas azules alrededor del cuello, pero que
no me dejó besarla, cuando se lo propuse se alejó corriendo. Después que hubimos
comido de una manera opípara pescado cocido, mantequilla y patatas, con una chuleta
para mí, un hombre de largos cabellos y cara de buena persona entró en la casa. Como
llamó a Peggotty chavala y le dio un sonoro beso en la mejilla, no tuve la menor duda de
que era su hermano. En efecto, así me le presentaron: míster Peggotty, se ñor de la casa.
-Muy contento de verte -dijo míster Peggotty-; nos encontrará usted muy rudos,
señorito, pero siempre dispuestos a servirle.
Yo le di las gracias y le dije que estaba seguro de que sería feliz en un sitio tan
delicioso.
-¿Y cómo está su mamá? --dijo míster Peggotty-. ¿La ha dejado usted en buena salud?
Le contesté que, en efecto, estaba todo lo bien que podía desearse, y añadí que me había
dado muchos recuerdos para él, lo que era una mentira amable por mi parte.
-Le aseguro que se lo agradezco mucho -dijo míster Peggotty-. Muy bien, señorito; si
puede usted estarse quince días contento entre nosotros --dijo mirando a su hermana, a
Ham y a la pequeña Emily-, nosotros, muy orgullosos de su compañía.
Después de hacerme los honores de su casa de la manera más hospitalaria, míster
Peggotty fue a lavarse con agua caliente, haciendo notar que «el agua fría no era
suficiente para limpiarle». Pronto volvió con mucho mejor aspecto, pero tan colorado que
no pude por menos que pensar que su rostro era semejante a las lango stas y cangrejos que
vendía, que entraban en el agua caliente muy negros y salían rojos.
Después del té, cuando la puerta estuvo ya cerrada y la habitación confortable (las
noches eran frías y brumosas entonces), me pareció que aquel era el retiro más delicioso
que la imaginación del hombre podía concebir. Oír el viento sobre el mar, saber que la
niebla invadía poco a poco aquella desolada planicie que nos rodeaba, y mirar al fuego, y
pensar que en los alrededores no había más casa que aquella y que, además, era un barco,
me parecía cosa de encantamiento.
La pequeña Emily ya había vencido su timidez y estaba sentada a mi lado en el más
bajo de los cajones, que era precisamente del ancho suficiente para nosotros dos y parecía
estar a propósito esperándono s en un rincón al lado del fuego.
Mistress Peggotty, con su delantal blanco, hacía media al otro lado del hogar. Peggotty
y su labor, con su Saint Paul y su pedazo de cera, se encontraban tan completamente a sus
anchas como si nunca hubieran conocido otra casa. Ham ha bía estado dándome una
primera lección a cuatro patas con unas cartas mugrientas, y ahora trataba de recordar
cómo se decía la buenaventura, a iba dejando impresa la marca de su pulgar en cada una
de ellas. Míster Peggotty fumaba su pipa. Yo sentí que era un momento propicio para la
conversación y las confidencias:
-Mister Peggotty -dije.
-Señorito --dijo él.
-¿Ha puesto usted a su hijo el nombre de Ham porque vive usted en una especie de
arca?
Míster Peggotty pareció considerar mi pregunta como una idea profunda; pero me
contestó: