Charles Dickens | Page 208

-Me haces completamente dichoso -dijo Ham-. ¡Soy tan dichoso cuando te veo, querida mía! Y también soy feliz todo el día pensando en ti. -¡Ah! ¡Eso no es bastante! -exclamó ella-, pues eso proviene de tu bondad y no de la mía. ¡Oh! Habrías podido ser mucho más feliz, Ham, queriendo a otra muchacha, a una criatura más sensata y más digna de ti, a una mujer que fuera tuya por completo, y no vana y caprichosa como yo. -¡Pobre corazoncito! --dijo Ham en voz baja-. Martha la ha trastornado por completo. -Te lo ruego, tía -balbució Emily-; ven aquí para que apoye mi cabeza en tu hombro. Soy muy desgraciada esta noche, tía; me doy cuenta muy bien de que no soy todo lo buena que debiera ser. Peggotty se había apresurado a sentarse al lado del fuego. Emily, de rodillas a su lado, con los brazos alrededor de su cuello, la miraba suplicante. -¡Oh, te lo ruego, tía, ayúdame! ¡Ham, amigo mío, trata también de ayudarme tú! ¡Señorito Davy, por el recuerdo del tiempo pasado, ayúdeme también! Quiero ser mejor de lo que soy. Quiero sentirme mil veces más agradecida. Querría recordar a todas horas la felicidad de ser la mujer de un hombre tan bueno y de poder llevar una vida tranquila. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi corazón! ¡Ay de mi corazón! Ocultó la cabeza en el pecho de mi antigua niñera y, cesando en sus súplicas que, en su angustia, eran a la vez de mujer y de niña, como toda su persona, como el carácter mismo de su belleza, continuó llorando en silencio, mientras Peggotty la tranquilizaba como a un niño que llora. Poco a poco se fue normalizando y pudimos consolarla hablándole al principio, dándole valor después, para terminar con un poco de broma. Emily empezó por levantar la cabeza y hablar también; después llegó a sonreír, y después a reír y, por fin, a sentirse un poco avergonzada; entonces Peggotty arregló sus bucles revueltos y le enjugó los ojos por temor a que su tío, al verla entrar, preguntase por qué había llorado su niña querida. Aquella noche la vi hacer lo que no la había visto hacer nunca. La vi besar a su prometido en la mejilla y, después, estrecharse contra aquel tronco robusto, como buscando su más seguro apoyo. Cuando se alejaban, yo los miraba a la claridad de la luna, comparando en mi espíritu esta partida con la de Martha, y vi que Emily le tenía agarrado el brazo con las dos manos y seguía estrechamente unida a él. CAPÍTULO III CORROBORO LA OPINIÓN DE MÍSTER DICK Y ME DECIDO POR UNA PROFESIÓN A la mañana siguiente, cuando me desperté, pensé mucho en la pequeña Emily y en su emoción de la noche anterior después de la partida de Martha. Me parecía que, al haber sido testigo de aquellas debilidades y ternuras de familia, había entrado en una confidencia sagrada y no tenía derecho a revelarla ni aun a Steerforth. Por ninguna criatura del mundo experimentaba un sentimiento más dulce que el que me inspiraba la preciosa criaturita que había sido la compañera de mis juegos y a quien había amado tan tiernamente entonces, como estaba y estaré convencido hasta mi muerte. Me habría parecido indigno de mí mismo, indigno de la aureola de nuestra pureza infantil, que yo veía siempre alrede dor de su cabeza, el repetir a los oídos de Steerforth lo que ella no había podido callar en el momento en que un incidente inesperado la había forzado a abrir su alma delante de mí. Tomé, pues, la decisión de guardar en el fondo del corazón aquel secreto, que daba -según me parecía- una gracia nueva a su imagen. Durante el desayuno me entregaron una carta de mi tía. Como trataba de una cuestión sobre la que pensaba que los consejos de Steerforth valdrían tanto más que los de cual-