Charles Dickens | Page 203

verdadero grifo que nunca había oído aquel nombre. «Per done, caballero -dijo el grifo a Carlos- ¿no será... no será colorete por casualidad?...» «¿Colorete? -dice Carlos al grifo-. Y ¿qué quiere usted que haga yo con el colorete?...» «Perdón, caballero -dijo la mujer-; nos piden ese artículo bajo nombres tan diferentes, que pensaba que quizá era uno más.» He ahí, querido mío -continuó miss Mowcher frotando con todas sus fuerzas-; he ahí otra prueba de todos esos farsantes de que hablaba hace un momento. Y no digo que no esté yo mezclada en ello como cualquiera, quizá más, quizá menos; pero, hijo mío, ¿eso qué tiene que ver? -¿En qué dice usted que está mezclada, en el colorete? --dijo Steerforth. -No tiene usted más que relacionar una cosa con otra, mi querido discípulo ---dijo la astuta miss Mowcher tocándose la punta de la nariz-; tuve acceso al secreto profesional de todos los comercios y el producto le dará el resultado deseado. Y digo que también yo voy un poco por ese camino, porque hay señoras que dicen que me llaman para un bálsamo de los labios, otras me piden guantes, otras una camiseta y otras un abanico. Yo le doy el nombre que ellas quieren y les proporciono el mismo artículo a todas; pero nos guardamos tan bien el secreto y disimulamos de tal modo, que tanto se cuidarían de darse el colorete delante de mí como delante de cualquier persona. ¿No tienen a veces el descaro de decirme, con un dedo de colorete en la cara: «¿Cómo me encuentra usted, miss Mowcher, no estoy un poco pálida?». ¡Ja, ja, ja! También esas son farsantes, ¿qué les parece, amiguitos? Nunca en mi vida he visto nada semejante a miss Mowcher de pie sobre la mesa riendo de su gracia y frotando sin descanso el cráneo de Steerforth, mientras me guiñaba un ojo mirándome por encima de su cabeza. -¡Ah! Por esta tierra no me piden mucho ese artículo -dijo-, y me extraña, pues no he visto ni una mujer bonita desde que estoy aquí, Steerforth. -¿No? -dijo Steerforth. -Ni la sombra de una -replicó miss Mowcher. -Nosotros podríamos enseñarle una en carne y hueso -dijo Steerforth volviéndose hacia mí-. ¿No es verdad, Florecilla? -Ya lo creo -respondí. -¡Hum! -dijo la diminuta criatura mirándome de un modo penetrante y lanzando después una ojeada a Steerforth-. ¡Hum! La primera exclamación parecía una pregunta dirigida a los dos; la segunda era evidentemente dirigida a Steerforth. No recibiendo ni de uno ni de otro la respuesta que sin duda esperaba, continuó frotando con la cabeza inclinada y mirando al techo como si buscara allí la contestación y esperase verla aparecer. -¿Una hermana suya, míster Copperfield? -exclamó después de un momento de silencio y conservando siempre la misma actitud- ¿Una hermana suya? -No -dijo Steerforth, sin darme tiempo a contestar-; nada de eso. Al contrario, o mucho me equivoco o míster Copperfield tenía gran admiración por ella. -¡Cómo! ¿Ahora ya no la tiene? -replicó miss Mowcher-. ¿Es inconstante? ¡Qué vergüenza! «Aspira cada flor y cambia cada hora... hasta que Polly a su pasión le corresponde ...» ¿Se llama Polly? Aquel diablillo me lanzó la pregunta tan bruscamente y me miraba con tanta astucia, que quedé desconcertado por completo. -No, miss Mowcher; se llama Emily -le contesté. -¡Hum! -exclamó exactamente en el tono de antes-. ¡Qué charlatana soy, míster Copperfield!; pero no soy indiscreta.