Charles Dickens | Page 201

le cambio el color, o si le arreglo las cejas ¿no es así? Pues bien, querido mío; todo, todo lo sabrá usted cuando yo se lo diga. ¿Sabe usted el nombre de mi bisabuelo? -No -dijo Steerforth. -Walker, querido mío -replicó miss Mowcher-, y descendía de una larga línea de Walkers; así, yo heredo todos los estados de Hookey. Nunca he visto nada comparable a los guiños de ojos de miss Mowcher de no ser el aplomo de miss Mowcher. Tenía una manera especial de inclinar la cabeza hacia un lado para escuchar cuando se le hablaba, levantando un ojo como las urracas, o cuando esperaba una respuesta a sus observaciones. Yo estaba tan sorprendido que la miraba fijo, olvidando completamente, mucho me temo, de las reglas más indis pensables de la educación. Había conseguido acercarse la silla, y hundiendo su bracito en el bolso varias veces sacó una cantidad de botellitas, de cepillos, de esponjas, de peines, de trozos de papel, de tenacillas y de otros instrumentos, que iba amontonando fuera. Se detuvo en medio de su ocupación para decir a Steerforth, con gran confusión mía: -¿Quién es este señor? -Míster Copperfield -dijo Steerforth-, que deseaba mucho conocerla. -Pues la ocasión la pintan calva. Ya me parecía a mí que tenía ganas -dijo miss Mowcher acercándose a mí riendo, con su bolso en la mano- El rostro como un melocotón --dijo poniéndose de puntillas para llegar a mis mejillas-. Completamente tentador. Me gustan mucho los melocotones. Tengo mucho gusto en conocerle, míster Copperfield, se lo aseguro. Le respondí que yo me felicitaba de haber tenido el honor de conocerla, y que el gusto era recíproco. -¡Oh, Dios mío, qué amabilidad! --exclamó miss Mowcher haciendo un pequeño esfuerzo para cubrir su ancha cara con su manita-. ¡Qué de mentiras y de patrañas hay en el mundo! Esto nos lo decía a modo de confidencia a los dos, mientras la manita abandonaba el rostro y el bracito desaparecía de nuevo por completo en el bolso. -¿Qué quiere usted decir, miss Mowcher? -preguntó Steerforth. -¡Ja, ja, ja! ¡Qué plaga de farsantes! ¿No es verdad, hijo mío? -replicó la mujercita buscando en el bolso con un ojo en el aire y la cabeza de lado-. Miren ustedes -dijo sacando un paquetito- «recortes de las uñas del príncipe ruso... Príncipe Alfabeto revuelto», como yo le llamo, porque su nombre tiene todas las letras del alfabeto mezcladas. -El príncipe ruso es uno de sus clientes ¿no es así? -preguntó Steerforth. -Ya lo creo, hijo mío -replicó miss Mowcher-; le corto las uñas dos veces por semana, las de las manos y las de los pies. -¿Y supongo que le pagará bien? -dijo Steerforth. -Habla con la nariz, pero paga bien -dijo miss Mowcher-. Ninguno de vuestros petimetres se le puede compa rar; estaríais de acuerdo si vierais sus bigotes, rojos por naturaleza y negros gracias al arte. -Gracias al arte de usted, naturalmente -dijo Steerforth. Miss Mowcher guiñó un ojo en signo de asentimiento. -Se ha visto en la necesidad de enviarme a buscar; no podía por menos. El clima hace daño al tinte, y aquello podía pasar en Rusia; pero aquí no. Usted no ha visto en todos los días de su vida a un príncipe en el estado que yo le encontré, oxidado como un hierro viejo. -¿Y es a él a quien llamaba usted un farsante hace un momento? -preguntó Steerforth.