Sentía cierta curiosidad por conocer a aquella señora, tanto más porque Steerforth
soltaba la carcajada cada vez que yo hablaba de ella y se negaba en rotundo a responder a
las preguntas que le dirigía. Permanecí, por lo tanto, en un estado de curiosa expectación.
Hacía media hora que habían quitado el mantel y estábamos con una botella de vino a
nuestro lado, cuando se abrió la puerta y, con su tranquilidad habitual, Littimer anunció:
-Miss Mowcher.
Miré hacia la puerta, pero no vi nada; volví a mirar, pensando cuánto tardaba miss
Mowcher en aparecer, cuando, con gran sorpresa, vi surgir al lado de un diván colocado
entre la puerta y yo a una enana de unos cuarenta o cuarenta y cinco años; tenía la cabeza
muy grande, los ojos grises, muy maliciosos, y los brazos tan cortos, que para acercar el
dedo con picardía a su nariz, mientras miraba a Steerforth, se vio obligada a bajar la
cabeza para acercar la nariz al dedo. Su papada era tan gruesa, que las cintas y la roseta
de su sombrero desaparecían debajo. No tenía cuello, no tenía talle, no tenía piernas, pues
aunque era del tamaño corriente hasta el sitio en que debía haberse encontrado el talle, y
aunque poseía pies como todo el mundo, era tan bajita que resultaba delante de una silla
lo que cualquier persona delante de una mesa. Depositó sobre la silla el bolso que
llevaba. Iba vestida de un modo algo descuidado, y su nariz parecía una prolongación de
su dedo o viceversa, a causa de la dificultad de que he hablado, y con la cabeza inclinada
a un lado y guiñando un ojo de la manera más maliciosa, empezó por fijar en Steerforth
sus ojillos penetrantes, después de lo cual dejó escapar un torrente de palabras.
-¡Cómo, linda flor! -empezó alegremente sacudiendo su gran cabeza hacia él-. ¿Está
usted aquí? ¡Oh, la mala persona! ¡Qué vergüenza! ¿Qué ha venido usted a hacer tan lejos
de su casa? Algo malo, estoy segura. ¡Ah, es usted una buena pieza! Y yo otra, ¿no es
así? ¡Ja, ja, ja! Habría usted apostado cien libras contra cinco guineas a que no me encontraba aquí. Pues ya lo ve, estoy en todas partes. Aquí, allí, ¿y dónde no? Como la
media corona del escamoteador en el pañuelo de una señora. A propósito de pañuelos y
de señoras: su querida madre, ¡qué contenta estará de tener un hijo como usted!
En este pasaje de su discurso, miss Mowcher desanudó su sombrero, se echó las bridas
hacia atrás y, toda sofocada, se sentó en un taburete delante del fuego, de manera que la
mesa formaba una especie de dosel de caoba sobre su cabeza.
-¡Oh las estrellas del cielo con todos sus nombres! -continuó golpeando con una mano
cada una de sus rodillas y mirándome con malicia-. Estoy demasiado acostumbrada; eso
debe ser, Steerforth. Y después de subir unas cuantas escaleras me cuesta tanto trabajo
recobrar la respiración como si hubiera sacado un cubo de agua de un pozo. Vamos, que
si me viese usted asomada a una ventana creería que era una mujer hermosa ¿no?
-No pienso otra cosa cada vez que la veo -replicó Steerforth.
-Vamos, cállese, perro -gritó la pequeña criatura ame nazándole con el pañuelo con que
se enjugaba el rostro-; ¡no sea usted impertinente! Pero le doy