Charles Dickens | Page 190

percepción y le hacían cada vez más sutil y natural. Si alguien me hubiese dicho entonces que todo aquello era un brillante juego ejecutado en la excitación del momento para distraer su espíritu en un deseo de probar su superioridad y con objeto de conquistar por un momento lo que al siguiente abandonaría; digo que si alguien me hubiese dicho semejante mentira aquella noche, no sé lo que habría sido capaz de ha cerle en mi indignación. Aunque probablemente no habría hecho más que acrecentar (si es que era posible) el romántico sentimiento de fidelidad y amistad con que caminaba a su lado, sobre la oscura soledad de la playa, hacia el viejo barco. El viento gemía a nuestro alrededor todavía más lúgubre que la noche en que me asomé por primera vez a la negrura de la puerta de míster Peggotty. -Es un sitio agradable y salvaje, Steerforth, ¿no te parece? -Bastante desolado en la oscuridad, y el mar ruge como si quisiera tragarnos. ¿Es aquel el barco, allá lejos, donde se ve una lucecita? -Ese es - le dije. -Pues es el mismo que he visto esta mañana -contestó-. He venido derecho a él por instinto, supongo. No hablamos más, pues nos acercábamos a la luz. Yo bus qué suavemente la puerta, y poniendo la mano en el pica porte y diciéndole a Steerforth que permaneciera a mi lad o, entré. Habíamos oído murmullo de voces desde fuera, y en el momento de nuestra llegada palmoteaban. Quedé muy sorprendido al ver que esto último procedía de la generalmente desconsolada mistress Gudmige. Pero no era mistress Gudmige la única persona que estaba en aquella desacostumbrada excitación. Míster Peggotty, con el rostro iluminado de alegría y riendo con todas sus fuerzas, tenía abiertos los brazos como para que la pequeña Emily se arrojara en ellos; Ham, con una expresión exultante de alegría y con una especie de timidez que le sentaba muy bien, tenía cogida a Emily de la mano, como si se la presentara a míster Peggotty, y Emily, roja y confusa, pero encantada de la alegría de su tío, como lo expresaban sus ojos, iba a escapar de manos de Ha m para refugiarse en los brazos de míster Peggotty, cuando nos vio y se detuvo. Este era el cuadro que sorprendimos al pasar del aire frío y húmedo de la noche a la cálida atmósfera de la habitación, y mi primera mirada recayó sobre mistress Gudmige, que estaba en segundo plano palmoteando como una loca. El cuadro desapareció como un relámpago a nuestra entrada, tanto que se podía dudar de que hubiera existido nunca. Ya estaba yo en medio de la familia sorprendida, cara a cara con míster Peggotty y tendiéndole la mano, cuando Ham exclamó: -¡Es el señorito Davy, es el señorito Davy! En un instante todos nos estrechamos las manos y nos preguntamos por la salud, expresándonos lo contentos que estábamos de vemos y hablando todos a la vez. Míster Peggotty estaba tan orgulloso y tan contento de vernos, que no sabía lo que decía ni hacía; pero una y otra vez me estrechaba la mano a mí, después a Steerforth, después otra vez a mí, después se enmarañaba los cabellos y reía con tanta ale gría, que daba gusto mirarle. -¡Cómo! Dos caballeros, estos dos caballeros están bajo mi techo esta noche, precisamente esta noche, la más feliz de todas las de mi vida -dijo míster Peggotty-. Una cosa semejante no creo que haya sucedido nunca. Emily querida, ven aquí, ven aquí, brujita. Este es el amigo del señorito Davy, querida; este es el caballero de quien has oído