-Debo de tener algún dinero por aquí en mi ropa -dijo Barkis-; pero estoy cansado. Si
me dejarais dormir un rato, creo que al despertarme lo encontraría.
Salimos de la habitación, y cuando estuvimos fuera, Peggotty me informó de que
Barkis era ahora un poco más «agarrado» que nunca, y que siempre se valía de aquella
estratagema cuando quería sacar algo de su cofre, y que sufría torturas inconcebibles para
arrastrarse fuera del lecho y buscar dinero en aquella maldita caja. En efecto; pronto le
oímos lanzar gemidos ahogados, pues aquellos movimientos ha cían crujir todas sus
articulaciones doloridas; pero Peggo tty, a pesar de sus miradas, que expresaban la mayor
compasión, me aseguró que aquel impulso de generosidad le haría mucho bien, y que
valía más dejarle. Le dejamos, por lo tanto, ge mir solo hasta que volvió a meterse en la
cama, sufriendo, estoy seguro, un martirio. Entonces nos llamó, fingiendo que abría los
ojos después de un buen sueño, y dio a Peggotty una guinea, que sacó de debajo de la
almohada. La satisfacción de habemos engañado y de guardar un secreto impenetrable
sobre el contenido de su cofr e parecía ser a sus ojos una compensación suficiente para
todas sus torturas.
Preparé a Peggotty para la llegada de Steerforth, que apareció pronto. Estoy persuadido
de que no había diferencia para ella, y consideraba las cosas que había hecho Steerforth
por mí como si las hubiera hecho por ella misma, y estaba dispuesta a recibirle con
gratitud y devoción; pero sus ale gres modales, tan francos, su buen humor, su hermoso
rostro y el don natural que poseía para ponerse al alcance de todos aquellos a quiene s
encontraba y para tocar precisamente (cuando quería molestarse en ello) la cuerda
sensible de cada uno, todo esto conquistó a Peggotty en un momento. Además, su modo
de tratarme a mí habría sido suficiente para subyugarla. Así, gracias a todas estas razones
combinadas, creo que en realidad sentía una especie de adoración por él cuando salimos
de su casa aquella noche.
Se quedó a comer con nosotros. Si dijera que consintió con gusto sólo expresaría a
medias la gracia y la alegría que puso al aceptar. Cuando entró en la habitación de Barkis
parecía que con él entraba el aire y la voz luminosa y refrescante, como si él fuera la
salud y el buen tiempo. Sin esfuerzo, sin ruido, espontáneamente, ponía en todo lo que
hacía una nota de bienestar que no puede describirse; parecía que no podia hacerlo de
otra manera ni mejor, y la gracia, el natural encanto de sus movimientos, todavía me
seducen hoy al recordarlo.
Reímos de todo corazón en la salita, donde encontré sobre el antigun pupitre el libro de
Los mártires, el cual no se había tocado desde mi partida. Hojeé de nuevo sus estampas
tan terribles y que ahora no me impresionaban nada. Cuando Peggotty habló de mi
habitación, diciéndome que estaba preparada y que esperaba que la ocupase, antes de que
hubiera podido lanzar una mirada de duda sobre Steerforth ya había él comprendido de lo
que se trataba.
-Naturalmente -dijo-; tú dormirás aquí todo el tiempo que estemos, y yo dormiré en el
ho tel.
-Pero traerte tan lejos --contesté- para separamos me parece de malos compañeros,
Steerforth.
-¡Por Dios!, ¿no es este tu sitio natural? ¿Qué significan todos los «parece» en
comparación con esto?
Y quedamos en ello al momento.
Mantuvo todas sus deliciosas cualidades hasta el último momento, cuando a las ocho
nos fuimos hacia el barco de mister Peggotty. Y conforme pasaban las horas estaba más y
más brillante en sus facultades. Ya entonces pensaba yo, ahora no lo dudo, que la
conciencia de su éxito y su afán de agradar le inspiraban cada vez mayor delicadeza de