nocer mejor a Steerforth y de admirarle en todos sus aspectos; tanto es así, que al final me
parecía que estaba con él desde hacía mucho tiempo. Me trataba de un modo cariñoso,
como si fuera un juguete, y a mí me parecía que era el modo más agradable que podía
haber adoptado; así me recordaba nuestra antigua amistad, y parecía la continuación
natural de ella; no le encontraba nada cambiado y estaba libre de todas las incomodidades
que hubiera sentido comparando mis méritos con los suyos y midiendo mis derechos
sobre su amistad bajo un nivel de igualdad; pero sobre todo era conmigo natural,
confiado y afectuoso como no lo era con nadie. Igual que en el colegio, me trataba de
muy distinta manera que a todos los demás, y yo creía que estaba más cerca de su
corazón que ningún otro.
Por fin se decidió a venir conmigo al campo y llegó el día de nuestra partida. Al
principio dudó mucho si llevarse a Littimer o no; pero prefirió dejarlo. La respetable
criatura, satisfecha con lo que decidieran, arregló nuestros portamantas en el cochecito
que debía conducirnos a Londres como si tuviera que desafiar el choque de muchas
generaciones, y recibió mi modesta gratificación con perfecta indiferencia.
Nos despedimo s de mistress Steerforth y de miss Dartle con mucho agradecimiento por
mi parte y mucha bondad por la de la apasionada madre. Y la última cosa que vi fue los
ojos imperturbables de Littimer contemplándome, según me pareció, con la silenciosa
convicción de que yo era ver daderamente demasiado joven.
Lo que sentí volviendo bajo aquellos auspicios favorables a los antiguos sitios
familiares no trataré de describirlo. Nos dirigimos al Hotel de Postas. Yo estaba tan
preocupado, lo recuerdo, por el honor de Yarmo uth, que cuando Steerforth dijo, mientras
atravesábamos sus calles húmedas y sombrías, que, por lo que podía ver, era un bonito
rincón, un poco alejado, pero curioso, me sentí muy complacido. Nos fuimos a la cama
nada más llegar (observé un par de zapatos y de polainas ante la puerta de mi antiguo
amigo el Dolphin cuando pasé por el corredor). A la mañana siguiente me levanté tarde.
Steerforth se hallaba muy animado; había estado en la playa antes de que yo me
despertase y había conocido, según me dijo, a la mitad de los pescadores del lugar. Hasta
me aseguró que había visto a lo lejos la casa de míster Peggotty con el humo saliendo por
la chimenea, y me contó que había estado a punto de presentarse como si fuera yo, desconocido a causa de lo que había crecido.
-¿Cuándo piensas presentarme, Florecilla? -me dijo. Estoy a tu disposición, y puedes
arreglarlo como quieras.
-Pues pensaba que esta noche sería un buen momento, Steerforth, cuando estén ya todos
alrededor del fuego. Me gustaría que los vieras entonces, ¡es tan curioso!
-Así sea -replicó Steerforth-; esta noche.
-No les avisaremos, ¿sabes? -dije encantado-, y los cogeremos por sorpresa.
-¡Oh!, naturalmente -repuso Steerforth-; si no los cogemos por sorpresa no tiene gracia.
Hay que ver a los indígenas en su estado natural.
-Sin embargo, es «esa» clase de gente que mencionabas el otro día.
-¡Ah! ¿Recuerdas mis escaramuzas con Rosa? -exclamó con una rápida mirada- No
puedo sufrir a esa muchacha; casi me asusta; me parece un vampiro. Pero no pensemos
en ella. ¿Qué vas a hacer tú ahora? Supongo que irás a ver a tu niñera.
-Sí; claro está --dije-; debo ver a Peggotty lo primero de todo.
-Bien -replicó Steerforth mirando su reloj-; te dejo dos horas libres para llorar con ella.
¿Te parece bastante?
Le contesté riendo que, en efecto, creía que tendríam