Nunca he visto un hombre más dueño de sí. Pero esto, como todas sus demás
cualidades, no hacían más que aumentar su integridad. Hasta el detalle de que nadie
supiera su nombre de pila parecía formar parte de ella. Nadie podía objetar nada contra su
nombre: Littimer. Peter podía ser el nombre de un ahorcado, y Tom el de un deportado;
pero Lit timer era perfectamente respetable. No sé si sería a causa de aquel conjunto
abstracto de honradez; pero yo me sentía extroardinariamente joven en presencia de aquel
hombre. Su edad no se podía adivinar, y aquello era un mérito más de su discreción, pues,
en su calma digna, igual podía tener cincuenta años que treinta.
A la mañana siguiente, antes de que yo me hubiese levantado, ya estaba Littimer en mi
habitación con el agua para afeitarme (aquel agua era como un reproche) y preparándome
la ropa. Cuando alcé las cortinas del lecho para mirarle, le vi a la misma temperatura de
respetabilidad de siempre: el viento del Este de enero no le afectaba, ni siquiera le
empañaba el aliento, y colocaba mis botas a derecha a izquierda en la primera posición
del baile y soplaba delicadamente mi chaqueta mientras la dejaba extendida como si fuera
un niño.
Le di los buenos días y le pregunté qué hora era. Él sacó de su bolsillo un reloj de lo
más respetable que he visto, y sosteniendo el resorte de la tapa con un dedo, lo miró
como si consultara a una ostra profética; lo volvió a cerrar y me dijo que, con mi permiso,
eran las ocho y media.
-Mister Steerforth tendría mucho gusto en saber cómo ha descansado usted, señorito.
-Gracias ---dije-; muy bien. Y mister Steerforth ¿cómo sigue?
-Muchas gracias; mister Steerforth está pasablemente bien.
Otra de sus características era no usar superlativos. Un término medio tranquilo y frío
siempre.
-¿No hay nada más en que pueda tener el honor de servirle, señorito? La campana
suena a las nueve, y la familia desayuna a las nueve y media.
-Nada; muchas gracias.
-Gracias a usted, señorito, si me lo permite.
Y con esto y con una ligera inclinación de cabeza al pasar al lado de mi cama, como
disculpándose de haberme corre gido, salió cerrando la puerta con la misma delicadeza
que si acabara de caer en un ligero sueño del que dependiera mi vida,
Todas las mañanas teníamos exactamente esta conversación, ni más ni menos, y
siempre invariablemente, a pesar de los progresos que hubiera podido hacer en mi propia
estima la víspera, creyéndome que avanzaba hacia una madurez próxima, por el
compañerismo de Steerforth, las confidencias de su madre o la conversación de miss
Dartle en presencia de aquel hombre respetable, me sentía, como nuestros pequeños
poetas cantan, «un chiquillo de nuevo».
Littimer nos proporcionó caballos, y Steerforth, que sabía de todo, me dio lecciones de
equitación. Nos proporcionó floretes, y Steerforth empezó a enseñarme a manejarlos.
Después nos trajo guantes de boxeo, y también Steerforth fue mi maestro. No me
importaba nada que Steerforth me encontrase novato en aquellas ciencias; pero no podia
soportar mi falta de habilidad delante del respetable Littimer. No tenía ninguna razón
para creer que él entendiese de aquellas artes; nunca me había dejado sospechar nada
semejante, ni con el menor guiño de sus respetables párpados; sin embargo, cuando
estaba con nosotros mientras practicábamos, yo me sentía el más torpe a inexperto de los
mortales. Si me refiero tan particularmente a este hombre es porque entonces me produjo
un efecto muy extraño, y además por lo que sucederá después.
La semana transcurrió de la manera más deliciosa. Pasó tan rápidamente como puede
suponerse, dado lo entusiasmado que yo estaba. Además, tuve muchas ocasiones de co-