Volvimos temprano a casa. Hacía una noche muy her mosa, y mi madre y él se pasearon
de nuevo a lo largo del seto, mientras yo iba a tomar el té. Cuando míster Murdstone se
marchó, mi madre me estuvo preguntando qué había he cho durante el día y lo que habían
dicho y hecho ellos. Yo le conté lo que habían comentado de ella, y ella, riendo, me dijo
que eran unos impertinentes y que decían tonterías; pero yo sabía que le gustaba. Lo sabía
con la misma certeza que lo sé ahora. Aproveché la ocasión para preguntarle si conocía a
míster Brook s de Shefield; pero me contestó que no, y que suponía que se trataría de
algún fabricante de cuchillos.
¿Cómo decir que su rostro (aun sabiendo que ha cambiado y que no existe) ha
desaparecido para siempre, cuando todavía en este momento le estoy viendo ante mí tan
claro como el de una persona a quien se reconocería en medio de la multitud? ¿Cómo
decir que su inocencia y de su belleza infantil, han desaparecido, cuando todavía siento su
aliento en mi mejilla, como lo sentí aquella noche? ¿Es posible que haya cambiado,
cuando mi imaginación me la trae todavía viva, y aquel verdadero cariño que sentía y que
sigo sintiendo, recuerda aún lo que más quería entonces?
Al referirme a ella la describo como era: cuando me fui aquella noche a la cama
después de charlar y cuando después vino ella a mi lecho a besarme, se arrodilló
alegremente al lado de mi camita y con la barbilla apoyada en sus manos y riendo me
dijo:
-¿Qué es lo que han dicho, Davy? Repítemelo; ¡no lo puedo creer!
-La seductora... -empecé.
Mi madre puso sus manos sobre mis labios para interrumpirme.
-No sería seductora -dijo riendo-. No puede haber sido seductora, Davy. ¡Estoy segura
de que no era eso!
-Sí era: «la seductora mistress Copperfield» -repetí con fuerza-. Y «la bonita» .
-No, no; tampoco era bonita; no era bonita -interrumpió mi madre, volviendo a poner
sus dedos sobre mis labios.
-Sí era, sí: « la bonita viudita».
-¡Qué locos! ¡Qué impertinentes! -exclamó mi madre riendo y cubriéndose el rostro con
las manos. ¡Qué hombres tan ridículos! Davy querido...
-¿Qué, mamá?
-No se lo digas a Peggotty; se enfadaría con ellos. Yo también estoy muy enfadada;
pero prefiero que Peggotty no lo sepa.
Yo se lo prometí, naturalmente: Nos besamos todavía muchas veces, y pronto caí en un
profundo sueño.
Ahora, desde la distancia, me parece como si hubiera sido al día siguiente cuando
Peggotty me hizo la extravagante y aventurada proposición que voy a relatar, aunque es
muy probable que fuese dos meses después.
Una noche estábamos (como siempre cuando mi madre había salido) sentados, en
compañía del metrito, del pedazo de cera, de la caja que tenía la catedral de Saint Paul en
la tapa y del libro del cocodrilo, cuando Peggotty, después de mirarme varias veces y
abrir la boca como si fuera a hablar, sin hacerlo (yo pensé sencillamente que bostezaba;
de no ser así me hubiera alarmado mucho), me dijo cariñosamente:
-Davy, ¿te gustaría venir conmigo a pasar quince días en casa de mi hermano, en
Yarmouth? ¿Te divertiría?
-¿Tu hermano es un hombre simpático, Peggotty? -pregunté con precaución.
-¡Oh! ¡Ya lo creo que es un hombre simpático! -exclamó Peggotty levantando las
manos-. Y además allí tendrás el mar, y los barcos, y los buques grandes, y los pescadores, y la playa, y a Ham para jugar.