Charles Dickens | Page 178

-Entonces me parece que voy a ser su favorito -dije. -Muy bien -contestó Steerforth-; ven y pruébanoslo. Ahora podemos dedicar un par de horas a que veas las curio sidades de Londres. No es poca cosa tener un muchacho como tú a quien enseñárselas, Copperfield, y después toma remos la diligencia para Highgate. No podía creerlo; me parecía estar soñando, y temía despertar en la habitación número cuarenta y cuatro. Después de escribir a mi tía contándole mi afortunado encuentro con mi admirado compañero de colegio, y cómo había aceptado su invitación, tomamos un coche y nos dedicamos a curiosearlo todo. Dimos una vuelta por el Museo, donde no pude por menos de observar todo lo que sabía Steerforth sobre una infinita variedad de asuntos y la poca importancia que daba a su cultura. -Tendrás el mayor éxito en la Universidad si es que te lo has examinado ya y lo has tenido, y tus amigos tendremos mucha razón para estar orgullosos de ti. -¡Yo exámenes brillantes! -exclamó Steerforth-; no, florecilla de los campos, no; pero ¿supongo que no te importará que te llame así? -Nada de eso -le dije. -Eres muy buen chico, querida florecilla -dijo Steerforth riendo-. El caso es que no tengo el menor deseo ni la menor intención de distinguirme de ese modo. He hecho suficiente para lo que me propongo, y soy ya un hombre bas tante aburrido sin necesidad de eso. -Pero la fama --empecé. -Tú eres una florecilla romántica -continuó Steerforth riendo todavía más fuerte- Díme: ¿para qué voy a moles tarme? ¿Para que unos cuantos pedantes se queden con la boca abierta y levanten las manos al cielo? Para otros esas satisfacciones de la fama, y que les aproveche. Yo estaba avergonzado de haberme equivocado de aquel modo y traté de cambiar de asunto. Afortunadamente, con Steerforth era fácil hacerlo, pues él pasaba siempre de un asunto a otro con una gracia y naturalidad que le eran peculiares. Después del paseo almorzamos y, a causa de lo corto de los días de invierno, oscurecía ya cuando la diligencia nos dejó delante de una antigua casona de ladrillo en la cima de Highgate, y una señora de cierta edad, pero todavía joven, con orgulloso empaque y hermoso rostro, esperaba a la puerta la llegada de Steerforth y le estrechó en sus brazos diciéndole: «Mi querido James». Steerforth me la presentó: era su madre, que me acogió con amabilidad. Era una casona a la antigua, agradable, tranquila y ord