-Entonces me parece que voy a ser su favorito -dije.
-Muy bien -contestó Steerforth-; ven y pruébanoslo. Ahora podemos dedicar un par de
horas a que veas las curio sidades de Londres. No es poca cosa tener un muchacho como
tú a quien enseñárselas, Copperfield, y después toma remos la diligencia para Highgate.
No podía creerlo; me parecía estar soñando, y temía despertar en la habitación número
cuarenta y cuatro. Después de escribir a mi tía contándole mi afortunado encuentro con
mi admirado compañero de colegio, y cómo había aceptado su invitación, tomamos un
coche y nos dedicamos a curiosearlo todo. Dimos una vuelta por el Museo, donde no
pude por menos de observar todo lo que sabía Steerforth sobre una infinita variedad de
asuntos y la poca importancia que daba a su cultura.
-Tendrás el mayor éxito en la Universidad si es que te lo has examinado ya y lo has
tenido, y tus amigos tendremos mucha razón para estar orgullosos de ti.
-¡Yo exámenes brillantes! -exclamó Steerforth-; no, florecilla de los campos, no; pero
¿supongo que no te importará que te llame así?
-Nada de eso -le dije.
-Eres muy buen chico, querida florecilla -dijo Steerforth riendo-. El caso es que no
tengo el menor deseo ni la menor intención de distinguirme de ese modo. He hecho suficiente para lo que me propongo, y soy ya un hombre bas tante aburrido sin necesidad de
eso.
-Pero la fama --empecé.
-Tú eres una florecilla romántica -continuó Steerforth riendo todavía más fuerte- Díme:
¿para qué voy a moles tarme? ¿Para que unos cuantos pedantes se queden con la boca
abierta y levanten las manos al cielo? Para otros esas satisfacciones de la fama, y que les
aproveche.
Yo estaba avergonzado de haberme equivocado de aquel modo y traté de cambiar de
asunto. Afortunadamente, con Steerforth era fácil hacerlo, pues él pasaba siempre de un
asunto a otro con una gracia y naturalidad que le eran peculiares.
Después del paseo almorzamos y, a causa de lo corto de los días de invierno, oscurecía
ya cuando la diligencia nos dejó delante de una antigua casona de ladrillo en la cima de
Highgate, y una señora de cierta edad, pero todavía joven, con orgulloso empaque y
hermoso rostro, esperaba a la puerta la llegada de Steerforth y le estrechó en sus brazos
diciéndole: «Mi querido James». Steerforth me la presentó: era su madre, que me acogió
con amabilidad.
Era una casona a la antigua, agradable, tranquila y ord