-Creíamos, señor -contestó el camarero en tono de dis culpa-, que míster Copperfield no
le daba importancia, Pero podemos ponerle en el setenta y dos, si prefieren ustedes; es al
lado de su habitación.
-Naturalmente que lo preferimos. ¡Haz el cambio al mo mento!
El camarero obedeció inmediatamente, y Steerforth, muy divertido porque me hubieran
dado el cuarenta y cuatro, se reía de nuevo y me daba en el hombro. Después me invitó a
desayunar con él a la mañana siguiente, a las diez. Estuve orgulloso de aceptar. Como era
ya muy tarde cogimos nuestros candelabros y subimos la escalera, despidiéndonos muy
cariñosamente. Me encontré con una habitación mucho mejor que la anterior y que no
olía a establo, con una inmensa cama de cuatro columnas situada en el centro, como un
pequeño castillo en medio de sus tierras, y allí, entre una cantidad de almohadas
suficientes para seis personas, caí pronto dormido beatíficamente y soñé con la antigua
Roma y con la amistad de Steerforth, hasta que a la mañana siguiente, muy temprano, el
rodar de las diligencias bajo el pórtico convir tió mi sueño en una tempestad.
CAPÍTULO XX
LA CASA DE STEERFORTH
Cuando la criada llamó a mi puerta al día siguiente a las ocho de la mañana,
diciéndome que allí dejaba el agua caliente para que me afeitara, pensé con pena que no
tenía nada que afeitarme, y enrojecí. La sospecha de que se reía bajito al hacerme aquel
ofrecimiento me persiguió mientras me arreglaba y me hizo parecer culpable (estoy
seguro) cuando me la encontré en la escalera al bajar a almorzar. Sentía tan vivamente mi
juventud que durante un momento no pude decidirme a pasar por su lado. Le oía barrer la
escalera y yo permanecía al lado de mi ventana mirando la estatua del rey Carlos, que no
tenía nada de real, rodeada como estaba de un dédalo de coches bajo la lluvia, y con una
niebla espesa; el camarero me sacó de mi indecisión advirtiéndome que Steerforth me
aguardaba.
Steerforth me esperaba en un gabinete reservado, adornado con cortinas rojas y un tapiz
turco. El fuego brillaba, y un abundante desayuno estaba servido en una mesita cubierta
con un mantel muy blanco. La habitación, el fuego, el desayuno y Steerforth, todo se
reflejaba alegremente en un espejito ovalado. Al principio estuve cohibido. Steerforth era
tan elegante, tan seguro de sí, tan superior a mí en todo, hasta en edad, que fue necesaria
toda la gracia protectora de sus modales para rehacerme. Lo consiguió, sin embargo, y yo
no me cansaba de admirar el cambio que se había ope rado para mí en «La Cruz de Oro»,
comparando mi triste estado de abandono del día anterior con la comida y el lujo que
ahora me rodeaba. En cuanto a la familiaridad del cama rero, parecía no haber existido
nunca, y nos servía con la mayor humildad.
-Ahora, Copperfield - me dijo Steerforth cuando nos quedamos solos-, me gustaría saber
lo que haces, dónde vas y todo lo que te concierne. Me parece que eres algo mío.
Rebosante de alegría al ver que aún le interesaba así, le conté cómo me había propuesto
mi tía aquella pequeña expedición.
-Como no tienes ninguna prisa -dijo Steerforth-, vente conmigo a mi casa de Highgate a
pasar con nosotros algún día. Seguramente te gustará mi madre... está tan orgullosa de
mí, que se repite algo; pero esto es disculpable; y tú también estoy seguro de que le
gustarás a ella.
-Quisiera estar tan seguro como tú, que tienes la amabilidad de creerlo -contesté
sonriendo.
-Sí -dijo Steerforth-, todo aquel que me quiere la conquista; es ella la primera en
reconocerlo.