puerta pasé al lado del joven que acababa de entrar. Volví la cabeza, y después volví atrás
y le miré de nuevo. No me reconocía; pero yo le conocí al instante.
En otra ocasión quizá me habría faltado el valor para saludarle y lo hubiese dejado para
el día siguiente, desperdiciando así la ocasión de hablarle; pero en el estado de ánimo en
que me había puesto el teatro me pareció que la protección que siempre me había
prestado merecía toda mi gratitud, y el cariño tan espontáneo que siempre había sentido
por él resurgió al acercarme sintiéndome latir el corazón.
-¿Por qué no me hablas, Steerforth?
Me miró como miraba él siempre; pero vi que no me reconocía.
-Temo que no me recuerdas -dije.
-¡Dios mío! -exclamó de pronto-. ¡Si es el pequeño Copperfield!
Le cogí las dos manos, y no podía decidirme a soltarlas. Sin la tonta vergüenza y el
temor de disgustarle habría saltado a su cuello deshecho en lágrimas.
-Nunca, nunca he tenido una alegría más grande, mi querido Steerforth.
-Yo también estoy encantado -dijo estrechándome las manos con fuerza-; pero,
Copperfield, muchacho, no te emociones tanto.
Sin embargo, creo que le halagaba ver toda la emoción que aquel encuentro me
producía.
Me enjugué precipitadamente las lágrimas, que no había podido retener a pesar de
todos mis esfuerzos, y traté de reír; después nos sentamos uno al lado de otro.
-¿Y qué haces por aquí? -me dijo Steerforth dándome en el hombro.
-He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Me ha adoptado una tía que vive allí, y
acabo de terminar mi educación. ¿Y tú, cómo estás por aquí, Steerforth?
-Verás; es que soy lo que llaman un hombre de Oxford; es decir, que voy allí a
aburrirme de muerte periódicamente; pero ahora estoy en camino a casa de mi madre.
Estás hecho un guapo muchacho, Copperfield, con tu carita amable. Y ahora que te miro,
estás igual que siempre, no has cambiado nada.
-¡Oh!, yo sí que te he reconocido enseguida. Pero es que a ti es difícil olvidarte.
Se echó a reír, pasándose la mano por sus bucles espesos, y dijo alegremente:
-Pues sí; me encuentras en un viaje de obligación. Mi madre vive un poco alejada de
Londres, y allí voy; pero los caminos están tan malos y se aburre uno tanto en aquella
casa, que he interrumpido mi viaje esta noche. Sólo hace unas horas que estoy en
Londres, y he pasado el tiempo con desagrado o durmiendo en el teatro.
-Yo también vengo del teatro; he estado en Coven Garden. ¡Qué magnífico teatro,
Steerforth, y qué deliciosa no che he pasado en él!
Steerforth se reía con toda su alma.
-Mi querido y pequeño Davy --dijo dándome otra vez en el hombro-, eres una
verdadera florecilla. La margarita de los campos al salir el sol no está más fresca ni mas
pura que tú. Yo también he estado en Coven Garden y no he visto en mi vida nada mas
mezquino. ¡Mozo!
Llama, dirigiéndose al camarero, que había seguido con mucha atención, y a cierta
distancia, nuestro encuentro y que ahora se acercaba respetuoso.
-¿Dónde han puesto a mi amigo Copperfield? -le preguntó Steerforth.
-Perdón, señor.
-Digo que dónde va a dormir, cuál es su número. Ya me comprendes -añadió Steerforth.
-Sí, señor -dijo el mozo como disculpándose-. Por el momento, míster Copperfield está
en el número cuarenta y cuatro.
-¿Y en qué diablos está usted pensando -replicó Steerforth- para poner a míster
Copperfield en una habitación tan pequeña y encima del establo'?