Charles Dickens | Page 175

-Ahora veamos -dijo el camarero de modo confidencial- ; ¿qué es lo que quiere usted comer? A los jovencitos como usted suelen gustarles las aves. ¿Quiere usted un pollo? Le dije lo más majestuosamente que pude que me tenían sin cuidado los pollos. -¿No lo quiere usted? -dijo el camarero-. Pues los jovencitos por lo general están hartos de vaca y de cordero. ¿Qué le parecería una chuleta de carnero? Asentí a aquello, porque tampoco se me ocurría otra cosa. -¿Quiere usted patatas? - me preguntó el mozo con una sonrisa insinuante a inclinando la cabeza hacia un lado-. En general, los jovencitos están hartos de patatas. Le ordené con mi voz más profunda que me trajera una chuleta de carnero con patatas, y que preguntara en las oficinas si no había alguna carta para Trotwood Copperfield. Sabía muy bien que no podía haberla; pero pensé que aquello me haría parecer muy hombre. Pronto volvió diciendo que no había nada (yo hice como que me sorprendía mucho) y empezó a poner mi cubierto en una mesita al lado de la chime nea. Mientras se dedicaba a aquella faena me preguntó qué quería beber y a mi respuesta de «media botella de jerez», me temo, encontró una buena ocasión para componer la medida del licor con los restos de varias botellas. Lo sospeché por que mientras leía el periódico le vi, por encima de un tabiquillo muy bajo que formaba en la misma sala un departamento para él, muy ocupado vertiendo el contenido de muchas botellas en una sola, como un farmacéutico preparando una poción según la receta. Además, cuando probé el vino me pareció que estaba algo insípido y que contenía más migas de pan inglés de lo que podía esperarse en un vino extranjero. Sin embargo, tuve la debilidad de beberlo sin decir nada. Después de cenar, encontrándome en un agradable estado de ánimo (de lo que saqué en consecuencia que hay momentos en los que el env enenamiento no es tan desagradable como dicen), decidí it al teatro. Escogí Coven Garden, y allí, en el fondo de un palco central, asistí a la representación de Julio César y de una pantomima nueva. Cuando vi a todos aquellos nobles romanos entrando y saliendo de escena para que yo me divirtiera, en lugar de ser, como en el colegio, pretextos odiosos de una tarea ingrata, no puedo expresar el placer maravilloso y nuevo que sentí. La realidad y la ficción que se combinaban en el espectáculo, la influencia de la poesía, de las luces, de la música, de la multitud, las mutaciones de escena, todo, en fin, dejó en mi espíritu una expresión tan conmovedora y abrió ante mí tan ¡limitadas regio nes de delicias, que al salir a la calle a media noche, con una lluvia torrencial, me pareció que caía de las nubes después de haber llevado durante más de un siglo la vida más romántica, para encontrarme con un mundo miserable, lleno de fango, de faroles, de coches, de paraguas... Había salido por una puerta diferente a la que había entrado, y por un momento permanecí indeciso, sin moverme, como si fuera verdaderamente extraño a aquella tierra; pero pronto me hicieron volver en mí los empujones, y tomé el camino del hotel dando vueltas en mi espíritu a aquel her moso sueño que todavía me parecía tener ante los ojos mientras comía ostras y bebía cerveza. Estaba tan lleno del recuerdo del espectáculo y del pasado, pues lo que había visto en el teatro me hacía el efecto de una pantalla deslumbrante detrás de la cual veía reflejarse toda mi vida anterior, que no se en qué momento me di cuenta de la presencia de un guapo muchacho, vestido con cierta negligencia elegante, al que tenía muchos motivos para recordar. Me percaté que estaba allí sin haberle visto entrar, y continué sentado en mi rincón meditando. Por fin me levanté para irme a la cama, con gran satisfac ción del camarero, que tenía ganas de dormir y debía de sentir calambres en las piernas, pues las estiraba, las encogía y hacía todas las contorsiones que le permitía la estrechez de su cuchitril. Al ir hacia la