El caballero en cuestió n me miró de un modo terrible. Era bizco, tenía la barbilla
prominente; llevaba un sombrero claro de copa alta, un pantalón de terciopelo de
algodón, abrochado a los lados desde las caderas hasta las suelas de los zapatos, y
apoyaba la barbilla en el hombro del conductor, tan cerca de mí, que sentía su aliento en
mis cabellos. Cuando me volví para mirarle, lanzaba a los caballos una ojeada de
entendimiento.
-¿No es verdad? -dijo William.
-¿Si no es verdad qué? -dijo el caballero de detrás.
-Que se ha dedicado usted a la cría caballar en Sooffolk a gran escala.
-Ya lo creo -dijo el otro-, y no hay clase de perros ni caballos de los que no haya yo
sacado crías. Hay hombres que tenemos afición a los perros y a los caballos. Yo dejaría
de comer y de beber, les sacrificaría con gusto la casa, la mujer, los hijos, la instrucción,
el fumar y el dormir.
-¿No le parece que no es lo más propio para un hombre así el it detrás del conductor?
-me dijo William al oído, mientras arreglaba las riendas.
Saqué en consecuencia que deseaba que cambiáramos de sitio, y se lo propuse
enrojeciendo.
-Bien; si a usted le da lo mismo -dijo William- creo que será más correcto.
Siempre he considerado aquella concesión como mi primera falta en la vida. Después
de haber elegido mi asiento en las oficinas y de haber escrito al lado de mi nombre: «En
el pescante», y de haber dado media corona al tenedor de libros por que me lo reservara;
después de haberme puesto un gabán nuevo expresamente en honor de aquel eminente lugar; después de presumir mucho de it en él y parecerme que hacía honor al coche;
después de todo eso, he aquí que a la primera insinuación me dejo suplantar por un
hombre desarrapado, que no tiene más mérito que el oler a cuadra y ser capaz de pasar
por encima de mí con la ligereza de una mosca mientras los caballos van casi al galope.
Tengo cierta inseguridad en mí mismo que me ha jugado muy malas pasadas en muchas
ocasiones, y aquel incidente, del cual fue teatro la imperial de la diligencia de
Canterbury, no era muy a propósito para disminuírmela. Fue en vano que tratase de
refugiarme en la voz cavernosa. Por mucho que ha blaba desde el fondo del estómago,
sentía que estaba completamente vencido y que era deplorablemente joven.
Durante el viaje resultó muy interesante verme presumiendo sobre la diligencia, bien
vestido, bien educado y con la bolsa llena, reconociendo, al pasar, los lugares en los que
había dormido durante mi penoso viaje de niño. Mis pensamientos encontraban en
aquello amplio motivo de reflexión, y mirando pasar a los vagabundos y recono ciendo
aquellas miradas, que recordaba tan bien, me parecía sentir todavía la mano del latonero
estrujándome la camisa. Al bajar por la estrecha calle de Chatham vi la callejuela en que
estaba la tienda del viejo monstruo que me había comprado la chaqueta, y adelanté
vivamente la cabeza para mirar el sitio en que había estado esperando tanto tiempo mi
dinero, primero a la sombra y luego al sol. Y ya casi en Londres, cuando pasé cerca de
Salem House, donde míster Creakle nos había azotado tan cruelmente, habría dado
cuanto poseía por poder bajarme, darle una buena paliza y poner en libertad a los
alumnos, pobres pa jarillos enjaulados.
Llegamos al hotel de «La Cruz de Oro», en Charing Cross, situado en una calle cerrada.
El mozo me introdujo en el comedor, y una criada me enseñó una habitación pequeña que
olía a establo y que estaba tan herméticamente cerrada como una tumba. Yo sentía mi
gran juventud sobre la conciencia y me daba cuenta de que eso era la causa de que nadie
me respetase. La criada no hacía caso de lo que le decía, y el mozo se permitía, con
insolente familiaridad, darme consejos para ayudarme en mi inexperiencia.