respeto que sentía por sus cabellos grises se le unía una gran compasión por aquel
corazón tan confiado con los que le engañaban y un profundo desprecio contra sus
pérfidos amigos. La sombra inminente de una gran tristeza y de una gran vergüenza,
aunque imprecisa todavía, proyectaba una mancha sobre el lugar tranquilo testigo del
trabajo y de los juegos de mi infancia y le marchitaba a mis ojos. Ya no me gustaba
pensar en los grandes áloes de largas hojas que florecían cada cien años solamente, ni en
el césped verde y unido, ni en las urnas de piedra del paseo del doctor, ni en el sonido de
las campanas de la catedral, que lo dominaban todo con sus armonías. Me parecía que el
tranquilo santuario de mi infancia había sido profanado en mi presencia y que habían
arrojado su paz y su honor a los vientos.
Con la mañana llegó mi despedida de aquella vieja casa que Agnes había llenado para
mí con su influencia, y esta preocupación fue suficiente para absorber mi espíritu. No
dudaba de que volvería muy pronto y que quizá muy a menudo ocuparía mi habitación de
siempre; pero había dejado de habitarla; los buenos tiempos habían pasado, y se me
apretaba el corazón al empaquetar las cows que me queda ban para enviarlas a Dover, y
no me preocupaba de que Uriah pudiera verlo, que se apresuraba tanto a mi servicio, que
me acuso de haber faltado a la caridad suponiendo que estaba muy satisfecho con mi
marcha.
Me separaba de Agnes y de su padre haciendo vanos esfuerzos para soportar aquella
pena como un hombre cuando subía a la diligencia de Londres. Estaba tan dispuesto a
olvidar y a perdonarlo todo mientras atravesaba la ciudad, que tuve ganas de saludar a mi
antiguo enemigo el carnicero y de echarle cuatro chelines para que bebiera a mi salud;
pero le encontré con un aspecto tan de carnicero recalcitrante y estaba tan feo con la
mella de un diente que yo le había roto en nuestro último combate, que me pareció más
oportuno no ocuparme de él.
Recuerdo que la principal preocupación de mi espíritu cuando nos pusimos en marcha
era parecerle lo más viejo posible al conductor, para lo cual trataba de sacar una voz
ronca. Mucho trabajo me costó conseguirlo; pero tenía gran interés en ello porque era un
medio seguro de no parecer niño.
-¿,Va usted a Londres? -me dijo el conductor.
-Sí, William -dije en tono condescendiente (le conocía algo)--, voy a Londres, y
después a Sooflulk.
-¿Va usted a cazar?
Sabía William, tan bien como yo, que en aquella época del año igual podría ir a la pesca
de la ballena; pero yo lo tomé por un cumplido.
-No sé -dije con indecisión- si tiraré algún tiro que otro.
-He oído decir que los pájaros son muy difíciles de alcanzar allí -dijo William.
-Sí; eso he oído -respondí.
-¿Es usted del condado de Sooffolk? - me preguntó.
-Sí -contesté dándome importancia-; de allí soy.
-Se dice que por esa parte los puddings de frutas son una cosa exquisita -dijo William.
Yo no sabía nada; pero comprendí que era necesario apoyar las instituciones de mi
región, y de ningún modo dejar ver que las desconocía. Así es que moví la cabeza con
malicia, como diciendo: «¡Ya lo creo!».
-¿Y los caballos? -dijo William-. ¡Ahí es nada! Una jaca de Sooffolk vale su peso en
oro. ¿No se ha dedicado usted nunca a la cría de caballos en Sooffolk?
-No -dije.
-Pues detrás de mí va un caballero que se ha dedicado a la cría caballar a gran escala.