Charles Dickens | Page 167

Durante una o dos semanas estoy abatido. Me quito la sortija, me pongo las peores ropas, dejo de usar cosmético y lloro con frecuencia sobre la flor marchita que fue de miss Larkins. Al cabo de aquel tiempo observo que me cansa ese género de vida, y habiendo recibido otra provocación del carnicero, tiro la flor, le cito, nos pegamos y le venzo con gloria. Esto y la reaparición de mi sortija y el use moderado del cosmético son las últimas huellas que encuentro de mi llegada a los dieciocho años. CAPÍTULO XIX MIRO A MI ALREDEDOR Y HAGO UN DESCUBRIMIENTO No sé si estaba alegre o triste cuando mis días de colegio terminaron y llegó el momento de abandonar la casa del doctor Strong. ¡Había sido muy feliz allí! Tenía verdadero cariño al doctor y, además, en aquel pequeño mundo se me consideraba como una eminencia. Estas razones me hacían estar triste; pero otras bastantes más insustanciales me alegraban. Vagas esperanzas de ser un hombre independiente; de la importancia que se da a un hombre independiente; de las cosas maravillosas que podían ser ejecutadas por aquel magnífico animal, y de los mágicos efectos que yo no podría por menos de causar en sociedad; todo esto me seducía. Es tas fantásticas consideraciones tenían tanta fuerza en mi cerebro de chiquillo que me parece, según mi actual modo de pensar, que dejé el colegio sin la pena debida, y aquella separación no causó en mí la impresión que sí causaron otras. Trato en vano de recordar lo que sentí entonces y cuáles fueron las circunstancias de mi partida; pero no ha dejado hue lla en mis recuerdos. Supongo que el porvenir abierto ante mí me ofuscaba. Sé que mi experiencia juvenil contaba entonces muy poco o nada, y que la vida me parecía un largo cuento de hadas que iba a empezar a leer, y nada más. Mi tía y yo sosteníamos frecuentes deliberaciones sobre la carrera que debía seguir. Durante un año o más traté en vano de encontrar contesta ción satisfactoria a su insistente pregunta: -¿Qué te gustaría ser? Por más que pensaba, no descubría ninguna afición especial por nada. Si me hubiera sido posible tener por inspiración conocimientos de náutica creo que me habría gustado tomar el mando de una valiente expedición que en un buen velero diera la vuelta al mundo en un viaje triunfante de exploración; así me habría sentido satisfecho. Pero, falto de aque lla inspiración milagrosa, mis deseos se limitaban a dedicarme a algo que no le resultara muy costoso a mi tía y a cumplir mi deber en lo que fuera. Míster Dick asistía con toda regularidad a nuestros conciliábulos, con su expresión más grave y reflexiva. Sólo en una ocasión se le ocurrió proponer una cosa (no sé cómo se le ocurrió aquello); el caso es que propuso que me dedicase a calderero. Mi tía recibió tan mal la proposición que al po bre mister Dick se le quitaron las gams de volver a meterse en la conversación. Se limitaba a mirar atentamente a mi tía, interesándose por lo que ella proponía y haciendo sonar su dinero en el bolsillo. -Trot, voy a decirte una cosa, querido -me dijo una mañana miss Betsey. Era por Navidad, y después de salir yo del co legio-. Puesto que todavía no hemos decidido la cuestión principal y teniendo en cuenta que debemos hacer lo posible para no equivocamos, creo que lo mejor sería pensarlo más detenidamente. Así, tú podrías considerarlo desde un punto de vista nuevo, y no como un colegial. -Lo haré tía. -Se me ha ocurrido -prosiguió miss Betsey- que un ligero cambio, una mirada a la vida, podía ayudarte a fijar tus ideas y a formar un juicio más sereno. Supongamos que hicieras un pequeño viaje; por ejemplo, que fueras a tu antigua aldea y visitaras a aquella... a