Durante una o dos semanas estoy abatido. Me quito la sortija, me pongo las peores
ropas, dejo de usar cosmético y lloro con frecuencia sobre la flor marchita que fue de
miss Larkins. Al cabo de aquel tiempo observo que me cansa ese género de vida, y
habiendo recibido otra provocación del carnicero, tiro la flor, le cito, nos pegamos y le
venzo con gloria. Esto y la reaparición de mi sortija y el use moderado del cosmético son
las últimas huellas que encuentro de mi llegada a los dieciocho años.
CAPÍTULO XIX
MIRO A MI ALREDEDOR Y HAGO UN DESCUBRIMIENTO
No sé si estaba alegre o triste cuando mis días de colegio terminaron y llegó el
momento de abandonar la casa del doctor Strong. ¡Había sido muy feliz allí! Tenía
verdadero cariño al doctor y, además, en aquel pequeño mundo se me consideraba como
una eminencia. Estas razones me hacían estar triste; pero otras bastantes más
insustanciales me alegraban. Vagas esperanzas de ser un hombre independiente; de la
importancia que se da a un hombre independiente; de las cosas maravillosas que podían
ser ejecutadas por aquel magnífico animal, y de los mágicos efectos que yo no podría por
menos de causar en sociedad; todo esto me seducía. Es tas fantásticas consideraciones
tenían tanta fuerza en mi cerebro de chiquillo que me parece, según mi actual modo de
pensar, que dejé el colegio sin la pena debida, y aquella separación no causó en mí la
impresión que sí causaron otras. Trato en vano de recordar lo que sentí entonces y cuáles
fueron las circunstancias de mi partida; pero no ha dejado hue lla en mis recuerdos.
Supongo que el porvenir abierto ante mí me ofuscaba. Sé que mi experiencia juvenil
contaba entonces muy poco o nada, y que la vida me parecía un largo cuento de hadas
que iba a empezar a leer, y nada más.
Mi tía y yo sosteníamos frecuentes deliberaciones sobre la carrera que debía seguir.
Durante un año o más traté en vano de encontrar contesta ción satisfactoria a su insistente
pregunta:
-¿Qué te gustaría ser?
Por más que pensaba, no descubría ninguna afición especial por nada. Si me hubiera
sido posible tener por inspiración conocimientos de náutica creo que me habría gustado
tomar el mando de una valiente expedición que en un buen velero diera la vuelta al
mundo en un viaje triunfante de exploración; así me habría sentido satisfecho. Pero, falto
de aque lla inspiración milagrosa, mis deseos se limitaban a dedicarme a algo que no le
resultara muy costoso a mi tía y a cumplir mi deber en lo que fuera.
Míster Dick asistía con toda regularidad a nuestros conciliábulos, con su expresión más
grave y reflexiva. Sólo en una ocasión se le ocurrió proponer una cosa (no sé cómo se le
ocurrió aquello); el caso es que propuso que me dedicase a calderero. Mi tía recibió tan
mal la proposición que al po bre mister Dick se le quitaron las gams de volver a meterse
en la conversación. Se limitaba a mirar atentamente a mi tía, interesándose por lo que ella
proponía y haciendo sonar su dinero en el bolsillo.
-Trot, voy a decirte una cosa, querido -me dijo una mañana miss Betsey. Era por
Navidad, y después de salir yo del co legio-. Puesto que todavía no hemos decidido la
cuestión principal y teniendo en cuenta que debemos hacer lo posible para no
equivocamos, creo que lo mejor sería pensarlo más detenidamente. Así, tú podrías
considerarlo desde un punto de vista nuevo, y no como un colegial.
-Lo haré tía.
-Se me ha ocurrido -prosiguió miss Betsey- que un ligero cambio, una mirada a la vida,
podía ayudarte a fijar tus ideas y a formar un juicio más sereno. Supongamos que hicieras
un pequeño viaje; por ejemplo, que fueras a tu antigua aldea y visitaras a aquella... a