Charles Dickens | Page 165

pues su hermana pequeña no lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más. Quizá miss Larkins tenga unos treinta años. Y mi pasión por ella es desenfrenada. Miss Larkins, la mayor, conoce a muchos oficiales, y es una cosa que me molesta mucho el verla hablar con ellos en la calle, y verlos a ellos cruzar de acera para salirle al encuentro cuando ven desde lejos su sobrero (le gustan los sombreros de colores muy vivos) al lado del sombrero de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse mucho. Yo paso todos mis ratos de ocio paseando con la esperanza de encontrarla, y si consigo verla (tengo derecho a saludarla, pues conozco a su padre), ¡qué felicidad! Verdaderamente merezco al menos un saludo de vez en cuando. Las torturas que soporto por la noche, en el baile, pensando que miss Larkins bailará con los oficiales, necesitan compensación, y cuento con ella si hay justicia en el mundo. El amor me quita el apetito y me obliga a llevar constantemente una corbata nueva; no estoy tranquilo más que cuando me pongo mis mejores trajes y limpio mis zapatos una y otra vez. Así me parece que soy más digno de la mayor de las Larkins. Todo lo que le pertenece o se relaciona con ella se me hace precioso. Míster Larkins, un caballero viejo, brusco, con papada doble y uno de los ojos inmóviles en la cara, me parece el hombre más interesante. Cuando no puedo encontrar a su hija voy a los sitios donde tengo esperanzas de encontrarme con él. Le digo: «¿Cómo está usted, míster Larkins? ¿Y las señoras, siguen bien?». Y mis palabras me parecen tan reveladoras, que me sonrojo. Pienso continuamente en mi edad; tengo diecisiete años; pero aunque sean muy pocos para miss Larkins, la mayor, ¡qué me importa! No tardaré en tener veintiuno. Al atardecer me paseo por los alrededores de casa con míster Larkins, aunque me destroza el corazón ver a los oficiales que entran en ella y oírles en el salón donde miss Larkins está tocando el harpa. En varias ocasiones me he paseado por allí tristemente, cuando ya todos estaban acostados y tratando de adivinar cuál será la habitación de la mayor de las Larkins (y confundiéndola de fijo con la de su padre). A veces desearía que hubiera fuego en la casa para atravesarla entre la gente inmóvil de terror y apoyando una escala en su ventana salvarla en mis brazos. Después me gustaría volver a buscar algo que ella hubiera olvidado y morir entre las llamas. Por lo general era muy desinteresado en mi amor y me conformaba con expirar ante miss Larkins haciendo un gesto noble. Por lo general era así; pero no siempre. A veces tenía pensamientos más alegres, y mientras me visto (ocupación de dos horas) para un gran baile que van a dar los Larkins y por el que sus piro hace semanas, dejo a mi espíritu libre, en sueños agradables, y me figuro que tengo el valor de hacer una declaración a miss Larkins y me la represento reclinando su cabeza en mi hombro y diciendo: «¡Oh míster Copperfield! ¿Puedo dar crédito a mis oídos?»; y me figuro a míster Larkins esperándome a la mañana siguiente y diciéndome: « Querido Copperfield, mi hija me lo ha contado todo, y su excesiva juventud no es un inconveniente. ¡Aquí tenéis veinte mil li bras y sed felices!». Me imagino a mi tía cediendo y bendiciéndonos y a míster Dick y al doctor Strong presenciando la ceremonia de nuestro matrimonio. Creo que no me falta sentido común ni modest ia; lo creo pensando en mi pasado; sin embargo, hacía aquellos pla nes. Entro en la casa encantada, donde hay luces, charlas, mú sicas, flores y oficiales (los veo con pena), y la mayor de las Larkins, radiante de belleza. Está vestida de azul y con flores azules en sus cabellos (no me olvides), como si ella necesitara «no me olvides». Es la primera fiesta de importancia a que he sido invitado y estoy muy cohibido, porque nadie se ocupa de mí ni parece que tengan nada que decirme, excepto míster Larkins, que me pregunta por mis compañeros de colegio. Podría haber evitado el hacerlo, pues no he ido a su casa para que se me ignore.