pues su hermana pequeña no lo es, y la mayor debe de tener tres o cuatro años más. Quizá
miss Larkins tenga unos treinta años. Y mi pasión por ella es desenfrenada.
Miss Larkins, la mayor, conoce a muchos oficiales, y es una cosa que me molesta
mucho el verla hablar con ellos en la calle, y verlos a ellos cruzar de acera para salirle al
encuentro cuando ven desde lejos su sobrero (le gustan los sombreros de colores muy
vivos) al lado del sombrero de su hermana. Ella se ríe, habla y parece divertirse mucho.
Yo paso todos mis ratos de ocio paseando con la esperanza de encontrarla, y si consigo
verla (tengo derecho a saludarla, pues conozco a su padre), ¡qué felicidad!
Verdaderamente merezco al menos un saludo de vez en cuando. Las torturas que soporto
por la noche, en el baile, pensando que miss Larkins bailará con los oficiales, necesitan
compensación, y cuento con ella si hay justicia en el mundo.
El amor me quita el apetito y me obliga a llevar constantemente una corbata nueva; no
estoy tranquilo más que cuando me pongo mis mejores trajes y limpio mis zapatos una y
otra vez. Así me parece que soy más digno de la mayor de las Larkins. Todo lo que le
pertenece o se relaciona con ella se me hace precioso. Míster Larkins, un caballero viejo,
brusco, con papada doble y uno de los ojos inmóviles en la cara, me parece el hombre
más interesante. Cuando no puedo encontrar a su hija voy a los sitios donde tengo
esperanzas de encontrarme con él. Le digo: «¿Cómo está usted, míster Larkins? ¿Y las
señoras, siguen bien?». Y mis palabras me parecen tan reveladoras, que me sonrojo.
Pienso continuamente en mi edad; tengo diecisiete años; pero aunque sean muy pocos
para miss Larkins, la mayor, ¡qué me importa! No tardaré en tener veintiuno. Al atardecer
me paseo por los alrededores de casa con míster Larkins, aunque me destroza el corazón
ver a los oficiales que entran en ella y oírles en el salón donde miss Larkins está tocando
el harpa. En varias ocasiones me he paseado por allí tristemente, cuando ya todos estaban
acostados y tratando de adivinar cuál será la habitación de la mayor de las Larkins (y
confundiéndola de fijo con la de su padre). A veces desearía que hubiera fuego en la casa
para atravesarla entre la gente inmóvil de terror y apoyando una escala en su ventana
salvarla en mis brazos. Después me gustaría volver a buscar algo que ella hubiera
olvidado y morir entre las llamas. Por lo general era muy desinteresado en mi amor y me
conformaba con expirar ante miss Larkins haciendo un gesto noble. Por lo general era
así; pero no siempre. A veces tenía pensamientos más alegres, y mientras me visto
(ocupación de dos horas) para un gran baile que van a dar los Larkins y por el que sus piro
hace semanas, dejo a mi espíritu libre, en sueños agradables, y me figuro que tengo el
valor de hacer una declaración a miss Larkins y me la represento reclinando su cabeza en
mi hombro y diciendo: «¡Oh míster Copperfield! ¿Puedo dar crédito a mis oídos?»; y me
figuro a míster Larkins esperándome a la mañana siguiente y diciéndome: « Querido
Copperfield, mi hija me lo ha contado todo, y su excesiva juventud no es un
inconveniente. ¡Aquí tenéis veinte mil li bras y sed felices!». Me imagino a mi tía
cediendo y bendiciéndonos y a míster Dick y al doctor Strong presenciando la ceremonia
de nuestro matrimonio. Creo que no me falta sentido común ni modest ia; lo creo
pensando en mi pasado; sin embargo, hacía aquellos pla nes.
Entro en la casa encantada, donde hay luces, charlas, mú sicas, flores y oficiales (los veo
con pena), y la mayor de las Larkins, radiante de belleza. Está vestida de azul y con flores
azules en sus cabellos (no me olvides), como si ella necesitara «no me olvides». Es la
primera fiesta de importancia a que he sido invitado y estoy muy cohibido, porque nadie
se ocupa de mí ni parece que tengan nada que decirme, excepto míster Larkins, que me
pregunta por mis compañeros de colegio. Podría haber evitado el hacerlo, pues no he ido
a su casa para que se me ignore.