En una noche de verano, en una verde hondonada, en el rincón de una tapia, nos
encontramos. Me acompañan unos cuantos compañeros elegidos; mi adversario ha
llegado con otros dos carniceros, un mozo de café y un deshollinador. Terminados los
preliminares, el carnicero y yo nos encontramos frente a frente. En un instante me hace
ver las estrellas asestándome un golpe en una ceja. Un minuto después ya no sé dónde
está la tapia ni dónde estoy yo, ni veo a nadie. Pierdo la noción de quién es el carnicero y
quién soy yo. Me parece que nos confundimos uno con otro, luchando cuerpo a cuerpo
sobre la hierba aplastada bajo nuestros pies. A veces veo a mi enemigo ensangrentado,
pero tranquilo; a veces no veo nada y me apoyo sin aliento contra la rodilla de uno de mis
compañeros. Otras veces me lanzo con furia contra el carnicero y me araño los puños con
su rostro, lo que no parece turbarle lo más mínimo. Por fin, me despierto con la cabeza
mal, como si saliera de un profundo sueño, y veo al carnicero que se aleja arreglándose la
blusa y recibiendo las felicitaciones de sus dos compañeros y del deshollinador y del
mozo de café, de lo que deduzco, muy justamente, que la victoria es suya.
Me llevan a casa en un estado deplorable, me aplican carne cruda encima de los ojos,
me frotan con vinagre y brandy. Mi labio superior se hincha poco a poco de una manera
desenfrenada. Durante tres o cuatro días no salgo de casa; no estoy nada guapo con la
pantalla verde encima de los ojos, y me aburriría mucho si Agnes no fuera para mí una
hermana. Simpatiza con