madre luciera todos aquellos trajes tan bonitos que tenía guardados, ni que fuera tan a
menudo a casa de la misma vecina; pero no lograba comprender por qué.
Poco a poco llegué a acostumbrarme a ver al caballero de las patillas negras. Seguía sin
gustarme más que al principio y continuaba sintiendo los mismos celos, aunque sin más
razón para ello que una instintiva antipatía de niño y un vago sentimiento de que
Peggotty y yo debíamos bastar a mi madre sin ayuda de nadie; pero seguramente, de
haber sido ma yor, no hubiera encontrado estas razones, ni siquiera nada semejante. Podía
observar pequeñas cosas; pero formar con ellas un todo era un trabajo que estaba por
encima de mis fuerzas.
Una mañana de otoño estaba yo con mi madre en el jardín, cuando míster Murdstone
(entonces ya sabía su nombre) pasó por allí a caballo. Se detuvo un momento a saludar a
mi madre, y dijo que iba a Lowestolf, donde tenía unos amigos, dueños de un yate, y me
propuso muy alegremente llevarme con él montado en la silla si me gustaba el paseo.
Era un día tan claro y alegre, y el caballo, mientras piafaba y relinchaba a la puerta del
jardín, parecía tan gozoso al pensar en el paseo, que sentí grandes deseos de acompañarlos.
Subí corriendo a que Peggotty me vistiera. Entre tanto, míster Murdstone desmontó, y
con las bridas del caballo de bajo del brazo se puso a pasear lentamente por el otro lado
del seto, mientras mi madre le acompañaba, paseando también lentamente, por dentro del
jardín. Me reuní con Peggotty y los dos nos pusimos a mirar desde la ventana de mi
cuarto. Recuerdo muy bien lo cerca que parecían examinar el seto que había entre ellos
mientras andaban; y también que Peggotty, que estaba de muy buen humor, pasó en un
momento a todo lo contrario, y comenzó a peinarme de un modo violento.
Pronto estuvimos míster Murdstone y yo trotando a lo largo del verde seto por el lado
del camino. Me sostenía cómodamente con un brazo; pero yo no podía estarme tan quieto
como de costumbre, y no dejaba de pensar a cada momento en volver la cabeza para
mir arle. Míster Murdstone tenía una clase de ojos negros «vacíos». No encuentro otra
palabra para definir esos ojos que no son profundos, en los que no se puede sumergir la
mirada y que cuando se abstraen parece, por una peculiaridad de luz, que se desfiguran
por un momento como una máscara. Varias de las veces que le miré le encontré con
aquella expresión, y me preguntaba a mí mismo, con una especie de terror, en qué estaría
pensando tan abstraído.
Vistos así de cerca, su pelo y sus patillas me parecieron más negros y más
abundantes;.nunca hubiera creído que fueran así. La parte inferior de su rostro era
cuadrada; esto y la sombra de su barba, muy negra, que se afeitaba cuidadosamente todos
los días, me recordaba una figura de cera que habían recibido haría unos seis meses en
nuestra vecindad. Sus cejas, muy bien dibujadas, y el brillante colorido de su cutis (al
diablo su cutis y al diablo su memoria), me hacían pensar, a pesar de mis sentimientos,
que era un hombre muy guapo. No me extraña que mi pobre y querida madre pensara lo
mismo.
Llegamos a un hotel a orilla del mar, donde encontramos a dos caballeros fumando en
una habitación. Cada uno estaba tumbado lo menos en cuatro sillas, y tenían puestas unas
chaquetas muy amplias. En un rincón había un montón de abrigos, capas para embarcarse
y una bandera, todo empaquetado junto.
Cuando entramos, los dos se levantaron perezosamente y dijeron:
-¡Hola, Murdstone! ¡Creíamos que te habías muerto!
-Todavía no --dijo Murdstone.
-¿Y quién es este chico? -dijo, cogiéndome, uno de los caballeros.
-Es Davy ---contestó Murdstone.