-Razón de más -repuso Peggotty- para decirle que eso no le conviene. No, no puede ser.
De ninguna manera debe usted hacerlo. ¡No!
Pensé que Peggotty iba a lanzar la palmatoria al aire del énfasis con que la movía.
-¿Cómo puedes ofenderme así y hablar de una manera tan injusta? -gritó mi madre
llorando más que antes-. ¿Por qué te empeñas en considerarlo como cosa decidida,
Peggotty, cuando te repito una vez y otra que no ha pasado nada de la más corriente
cortesía? Hablas de admiración. ¿Y qué voy yo a hacerle? Si la gente es tan necia que la
siente, ¿tengo yo la culpa? ¿Puedo hacer yo algo, te pregunto? Tú querrías que me
afeitase la cabeza y me ennegreciera el rostro, o que me desfigurase con una quemadura,
un cuchillo o algo parecido. Estoy segura de que lo desearías, Peggotty; estoy segura de
que te daría una gran alegría.
Me pareció que Peggotty tomaba muy a pecho la reprimenda.
-Y mi niño, mi hijito querido -continuó mi madre, acercándose a la butaca en que yo
estaba tendido y acari ciándome-, ¡mi pequeño Davy! ¡Pretender que no quiero a mi
mayor tesoro! El mejor compañero que haya existido jamás.
-Nadie ha insinuado semejante cosa ---dijo Peggotty.
-Sí, Peggotty -replicó mi madre-; lo sabes muy bien. Es lo que has querido decirme con
tus malas palabras. No eres buena, puesto que sabes tan bien como yo que única mente
por él no me he comprado el mes pasado una sombrilla nueva, a pesar de que la verde
está completamente des trozada y se va por momentos. Lo sabes, Peggotty, ¡no puedes
negarlo!
Y volviéndose cariñosamente hacia mí, apretando su mejilla contra la mía:
-¿Soy una mala madre para ti, Davy? ¿Soy una madre mala, egoísta y cruel? Di que lo
soy, hijo mío; di que sí, y Peggotty lo querrá; y el cariño de Peggotty vale mucho más que
el mío, Davy. Yo no te quiero nada, ¿verdad?
Entonces nos pusimos los tres a llorar. Creo que yo era el que lloraba más fuerte; pero
estoy seguro de que todos lo hacíamos con sinceridad. Yo estaba verdaderamente destrozado, y temo que en los primeros arrebatos de mi indignada ternura llamé a Peggotty
bestia. Aquella excelente criatura estaba en la más profunda aflicción, lo recuerdo, y
estoy casi seguro de que en aquella ocasión su vestido debió de que darse sin un solo
botón, pues saltaron por los aires cuando después de reconciliarse con mi madre se
arrodilló al lado del sillón para reconciliarse conmigo.
Nos fuimos a la cama muy deprimidos. Mis sollozos me desvelaron durante mucho
tiempo; y cuando un sollozo más fuerte me hizo incorporanne en la cama, me encontré a
mi madre sentada a los pies a inclinada hacia mí. Me arrojé en sus brazos y me dormí
profundamente.
No sé si fue al siguiente domingo cuando volví a ver al caballero aquel, o si pasó más
tiempo antes de que reapare ciese; no puedo recordarlo, y no pretendo determinar fechas;
pero sé que volví a verlo en la iglesia y que después nos acompañó a casa. Además, entró
para ver un hermoso geranio que teníamos en la ventana del gabinete. No me pareció que
se fijaba mucho en el geranio; pero antes de marcharse le pidió a mi madre una flor. Mi
madre le dijo que cortara él mismo la que más le gustase; pero él se negó, no comprendí
por qué, y entonces mi madre, arrancando una florecita, se la dio. Él dijo que nunca,
nunca, se separaría de ella; y yo pensé que debía de ser muy tonto, puesto que no sabía
que al día siguiente estaría marchita.
Por aquella época, Peggotty empezó a estar menos con nosotros por las noches. Mi
madre la trataba con mucha deferencia (más que de costumbre me parecía a mí), y los
tres estábamos muy amigos, pero había algo distinto que nos ha cía sentir violentos
cuando nos reuníamos. Algunas veces yo pensaba que a Peggotty no le gustaba que mi