Charles Dickens | Page 159

-¿Quiere usted que vayamos a ver a mistress Micawber? -dije con la esperanza de llevármelo. -Si es usted tan amable, Copperfield -replicó levantándose-. No tengo inconveniente en decir ante nuestros amigos aquí presentes que he luchado desde hace muchos años con las dificultades pecuniarias (estaba seguro de que diría algo de aquello, pues no dejaba nunca de vanagloriarse de lo que llamaba sus dificultades); tan pronto he triunfado sobre ellas como me han..., en una palabra, me han echado abajo. Ha habido momentos en que he resistido de frente, y otros en que he cedido ante el número y en que le he dicho a mistress Micawber en el lenguaje de Catón: «Platón, razo nas maravillosamente; todo ha terminado, no lucharé más». Pero en ninguna época de mi vida -continuó míster Micawber- he disfrutado en más alto grado de satisfacciones ínt imas como cuando he podido verter mis penas (si es que puedo llamar así a las dificultades provenientes de embargos y préstamos) en el pecho de mi amigo Copperfield. Cuando míster Micawber terminó de honrarme con aquel discurso, añadió: -Buenas noches, mistress Heep; soy su servidor. Y salió conmigo del modo más elegante, haciendo sonar el empedrado bajo sus tacones y tarareando una canción durante el camino. La casa donde paraban los Micawber era pequeña, y la habitación que ocupaban tampoco era grande. Estaba separada de la sala común por un tabique y olía mucho a tabaco. También creo que debía de estar situada encima de la cocina, porque a través de las rendijas del suelo subía un humo grasiento y maloliente que impregnaba las paredes. Tampoco debía de estar lejos del bar, pues se oían ruidos de va sos y llegaba el olor de las bebidas. Allí, tendida en un sofá colocado debajo de un grabado que representaba un caballo de raza, estaba mistress Micawber, a quien su marido dijo al entrar. -Querida mía, permíteme que te presente a un discípulo del doctor Strong. Observé que, aunque míster Micawber se confundía mu cho respecto a mi edad y situación, siempre recordaba como una cosa agradable que era discípulo del doctor Strong. Mistress Micawber se sorprendió mucho, pero estaba encantada de verme. Yo también estaba muy contento, y después de un cambio de cumplidos cariñosos, me senté en el sofá a su lado. -Querida mía -dijo Micawber-, si quieres contarle a Copperfield nuestra situación actual, que le gustará conocer, yo iré entretanto a echar una ojeada al periódico para ver si surge algo en los anunc ios. -Les creía a ustedes en Plimouth -dije cuando Micawber se marchó. -Mi querido Copperfield-replicó ella-; en efecto, he mos estado allí. -¿Para tomar posesión de un destino? -Precisamente -dijo mistress Micawber- para tomar posesión de un destino; pero la verdad es que en la Aduana no quieren un hombre de talento. La influencia local de mi familia no podía sernos de ninguna utilidad para proporcionar un empleo en la provincia a un hombre de las facultades de míster Micawber. No quieren un hombre así, pues sólo habría servido para hacer más visible la deficiencia de los demás. Tampoco he de ocultarle, mi querido Copperfield-continuó mistress Micawber-, que la rama de mi familia estable cida en Plimouth, al saber que yo acompañaba a mi marido, con el pequeño Wilkis y su hermana y con los dos mellizos, no le recibieron con la cordialidad que era de esperar en los mo mentos trágicos por los que atravesábamos. El caso es --dijo mistress Micawber bajando la voz-, y esto entre nosotros, que la recepción que nos hicieron fue un poco fría. -¡Dios mío! --dije.