-¿Quiere usted que vayamos a ver a mistress Micawber? -dije con la esperanza de
llevármelo.
-Si es usted tan amable, Copperfield -replicó levantándose-. No tengo inconveniente en
decir ante nuestros amigos aquí presentes que he luchado desde hace muchos años con las
dificultades pecuniarias (estaba seguro de que diría algo de aquello, pues no dejaba nunca
de vanagloriarse de lo que llamaba sus dificultades); tan pronto he triunfado sobre ellas
como me han..., en una palabra, me han echado abajo. Ha habido momentos en que he
resistido de frente, y otros en que he cedido ante el número y en que le he dicho a
mistress Micawber en el lenguaje de Catón: «Platón, razo nas maravillosamente; todo ha
terminado, no lucharé más». Pero en ninguna época de mi vida -continuó míster Micawber- he disfrutado en más alto grado de satisfacciones ínt imas como cuando he
podido verter mis penas (si es que puedo llamar así a las dificultades provenientes de
embargos y préstamos) en el pecho de mi amigo Copperfield.
Cuando míster Micawber terminó de honrarme con aquel discurso, añadió:
-Buenas noches, mistress Heep; soy su servidor.
Y salió conmigo del modo más elegante, haciendo sonar el empedrado bajo sus tacones
y tarareando una canción durante el camino.
La casa donde paraban los Micawber era pequeña, y la habitación que ocupaban
tampoco era grande. Estaba separada de la sala común por un tabique y olía mucho a
tabaco. También creo que debía de estar situada encima de la cocina, porque a través de
las rendijas del suelo subía un humo grasiento y maloliente que impregnaba las paredes.
Tampoco debía de estar lejos del bar, pues se oían ruidos de va sos y llegaba el olor de las
bebidas. Allí, tendida en un sofá colocado debajo de un grabado que representaba un
caballo de raza, estaba mistress Micawber, a quien su marido dijo al entrar.
-Querida mía, permíteme que te presente a un discípulo del doctor Strong.
Observé que, aunque míster Micawber se confundía mu cho respecto a mi edad y
situación, siempre recordaba como una cosa agradable que era discípulo del doctor
Strong.
Mistress Micawber se sorprendió mucho, pero estaba encantada de verme. Yo también
estaba muy contento, y después de un cambio de cumplidos cariñosos, me senté en el
sofá a su lado.
-Querida mía -dijo Micawber-, si quieres contarle a Copperfield nuestra situación
actual, que le gustará conocer, yo iré entretanto a echar una ojeada al periódico para ver si
surge algo en los anunc ios.
-Les creía a ustedes en Plimouth -dije cuando Micawber se marchó.
-Mi querido Copperfield-replicó ella-; en efecto, he mos estado allí.
-¿Para tomar posesión de un destino?
-Precisamente -dijo mistress Micawber- para tomar posesión de un destino; pero la
verdad es que en la Aduana no quieren un hombre de talento. La influencia local de mi
familia no podía sernos de ninguna utilidad para proporcionar un empleo en la provincia
a un hombre de las facultades de míster Micawber. No quieren un hombre así, pues sólo
habría servido para hacer más visible la deficiencia de los demás. Tampoco he de
ocultarle, mi querido Copperfield-continuó mistress Micawber-, que la rama de mi
familia estable cida en Plimouth, al saber que yo acompañaba a mi marido, con el
pequeño Wilkis y su hermana y con los dos mellizos, no le recibieron con la cordialidad
que era de esperar en los mo mentos trágicos por los que atravesábamos. El caso es --dijo
mistress Micawber bajando la voz-, y esto entre nosotros, que la recepción que nos
hicieron fue un poco fría.
-¡Dios mío! --dije.