-Hoy es un día memorable para nosotros, mi querido Uriah ---dijo mistress Heep
haciendo el té-, por la visita de míster Copperfield. Habría deseado que tu padre
continuara en el mundo aunque sólo hubiera sido para recibirle esta tarde con nosotros.
-Estaba seguro de que dirías eso, madre.
Yo estaba algo confuso con aquellos cumplidos; pero en el fondo me halagaba mucho
que me tratasen como a un huésped de importancia, y encontraba a mistress Heep muy
amable.
-Mi Uriah esperaba ese favor desde hace mucho tiempo --continuó mistress Heep-, pero
temía que la modestia de su situación fuera obstáculo para ello. Yo también lo temía,
pues somos, hemos sido y seremos siempre tan modestos...
-No veo razón para ello -repuse-, a menos que les guste.
---Gracias -repuso mistress Heep-, pero reconocemos nuestra situación y se lo
agradecemos más.
Mistress Heep fue acercándose a mí poco a poco, mientras Uriah se sentaba enfrente, y
empezaron a ofrecerme con mucho respeto los mejores bocados, aunque, a decir verdad,
no había nada muy delicado; pero tomé bien sus buenas intenciones y me sentía muy
conmovido por sus amabilidades. La conversación recayó primero sobre los tíos, y yo les
hablé, como es natural, de mi tía; después tocó el turno a los padres, y yo, naturalmente,
hablé de los míos; después, mistress Heep se puso a contar cosas de padrastros, y yo también empecé a decir algo del mío; pero me acordé de que mi tía me aconsejaba siempre
que guardara silencio sobre aquello y me detuve. Lo mismo que un taponcillo chico no
habría podido resistir a un par de sacacorchos, o un dientecito de leche no habría podido
luchar contra dos dentistas, o una pelota entre dos raquetas, así estaba yo, incapaz de
escapar a los asaltos combinados de Uriah y de su madre. Hacían de mí lo que querían;
me obligaban a decir cosas de las que no tenía la menor intención de hablar, y me
ruborizo al confesar que lo consiguieron con tanta facilidad porque, en mi ingenuidad
infantil, me sentía muy halagado con aquellas conversaciones confidenciales y me
consideraba como el patrón de mis dos huéspedes respetuosos.
Se querían mucho entre sí, eso es cierto, y creo que aqueIlo también influía sobre mí.
Pero ¡había que ver la habilidad con que el hijo o la madre cogían el hilo del asunto que
el otro había insinuado! Cuando vieron que ya nada podrían sacarme sobre mí mismo
(pues respecto a mi vida en Murdstone y Grimby y mi viaje pennanecí mudo), dirigieron
la conversación sobre míster Wickfield y Agnes. Uriah lanzaba la pelota a su madre; su
madre la cogía y volvía a lanzársela a Uriah; él la retenía un momento y volvía a
lanzársela a mistress Heep. Aquel manejo terminó por turbarme tanto que ya no sabía qué
decir. Además, también la pelota cambiaba de naturaleza. Tan pronto se trataba de míster
Wickfield como de Agnes. Se aludía a las virtudes de míster Wickfield; des pués, a mi
admiración por Agnes; se hablaba un momento del bufete y de los negocios o la fortuna
de míster Wickfield, y un instante más tarde de lo que hacíamos después de la comida.
Luego trataron del vino que míster Wickfield bebía, de la razón que le hacía beber y de
que era una lástima que bebiese tanto. En fin, tan pronto de una cosa, tan pronto de otra, o
de todas a la vez, pareciendo que no hablaban de nada, sin hacer yo otra cosa que
animarlos a veces para evitar que se sintieran aplastados por su humildad y el honor de
mi visita, me percaté de que a cada instante dejaba escapar detalles que no tenía ninguna
necesidad de confiarles y veía el efecto en las finas aletas de la nariz de Uriah, que se
levantaban con delicia.
Empezaba a sentirme incómodo y a desear marcharme, cuando un caballero que pasaba
por delante de la puerta de la calle (que estaba abierta, pue s hacía un calor pesado impropio de la estación), volvió sobre sus pasos, miró y entró gritando: