Allí hizo amistad con la linda mujercita del doctor (pálida y triste desde hacía tiempo, se
le veía menos que antes y había perdido mucha de su alegría, pero no por eso estaba
menos bonita), y fue por grados tomando cada vez más confianza, hasta que terminó
entrando a esperarme en clase.
Se sentaba siempre en un rincón determinado y en un taburete determinado, que
bautizamos con el nombre de «Dick». Allí permanecía tiempo y tiempo, con la cabeza inclinada, escuchándonos con profunda veneración por aque lla cultura que él nunca había
podido adquirir.
Aquella veneración la extendía míster Dick al doctor, de quien pensaba que era el más
sutil filósofo de cualquier época. Pasó mucho tiempo antes de que se decidiera a ha blarle
de otro modo que con la cabeza descubierta, y aun después, cuando el doctor se habí a
hecho muy amigo suyo y paseaban juntos por el patio, por el lado que los chicos llamábamos el «paseo del doctor», míster Dick no podía por menos que quitarse el
sombrero de vez en cuando, para de mostrar su respeto por tanta sabiduría. ¿Cómo
empezó el doctor a leerle fragmentos de su famoso diccionario mientras se paseaban? No
lo sé; quizá al principio pensaba que era lo mismo que leerlo solo. Sin embargo, también
se hizo costumbre, y míster Dick lo escuchaba con el rostro resplandeciente de orgullo y
de felicidad, y en el fondo de su corazón estaba convencido de que el diccionario era el
libro más delicioso del mundo.
Cuando pienso en aquellos paseos por delante de las ventanas de la clase; el doctor
leyendo con su sonrisa complaciente y acompañando en ocasiones su lectura de un grave
movimiento de cabeza, y míster Dick escuchando embele sado, mientras su pobre cerebro
vagaba, Dios sabe dónde, en alas de las palabras complicadas, pienso que era una de las
cosas más tranquilas y dulces que he visto en mi vida, y creo que si hubieran podido
pasear así siempre más hubiera valido. Hay muchas cosas que han hecho mucho ruido en
el mundo sin valer ni la mitad que aquello, a mis ojos.
Agnes fue una de las personas que antes se hizo amiga de míster Dick, y tamb ién
cuando íbamos a casa hizo amistad con Uriah Heep.
La amistad entre míster Dick y yo crecía por momentos, pero de un modo extraño, pues
míster Dick, que era nominalmente mi tutor y venía a verme como mi guardián, era quien
me consultaba siempre en sus pequeñas dudas y dificultades a invariablemente se guiaba
por mis consejos, no solamente sintiendo un gran respeto por mi natural inteligencia, sino
convencido de que había sacado mucho de mi tía.
Un jueves por la mañana, cuando volvía de acompañar a míster Dick desde el hotel a la
diligencia, antes de entrar en clase me encontré a Uriah Heep en la calle; hablamos y me
recordó mi promesa de tomar una tarde el té con ellos, y añadió con modestia:
-Aunque no espero que vaya usted, míster Copperfield; ¡somos una gente tan humilde!
Yo, en realidad, todavía no había visto claro si me gustaba Uriah o si me repugnaba;
todavía estaba en esas dudas cuando me lo encontré cara a cara en la calle. Pero sentí
como una afrenta el que me supusiera orgulloso, y le dije que únicamente había esperado
a que ellos me invitaran.
-¡Oh!, si es así, míster Copperfield -dijo Uriah-; si verdaderamente no es nuestra
humildad lo que le detiene, ¿quiere usted venir esta tarde? Pero si fuera nuestra modestia,
no le importe decírmelo, míster Copperfield, pues estamos tan convencidos de nuestra
situación...
Le respondí que hablaría de ello a míster Wickfield, y que si lo aprobaba, como estaba
seguro, iría con gusto. Así, a las seis de la tarde le anuncié que cuando él quisiera.
-Mi madre se sentirá muy orgullosa --dijo-; mejor dicho, así se sentiría si no fuera
pecado, míster Copperfield.