-Es seguro que lo estaba -repuso míster Dick moviendo gravemente la cabeza -, pues no
habíamos vuelto a verle nunca hasta ayer por la noche. Estábamos paseando cuando se
acercó otra vez por detrás. Yo lo reconocí.
-¿Y mi tía volvió a asustarse?
-Se estremeció --continuó míster Dick imitando el movimiento y haciendo castañetear
sus dientes y se apoyó en la tapia y lloró-. Pero mira, Trotwood -y se acercó para hablarme más bajo-. ¿Por qué le dio dinero a la luz de la luna?
---Quizá era un mendigo.
Míster Dick sacudió la cabeza, rechazando la idea, y después de repetir muchas veces y
con gran convicción: «No; no era un mendigo», me dijo que desde su ventana había visto
a mi tía, muy tarde ya, en la noche, dando dinero al hombre que estaba por fuera de la
verja a la luz de la luna. Y entonces el hombre había vuelto a esconderse debajo de la
tierra. Después de darle el dinero, mi tía volvió apresurada y furtiva hacia la casa, y a la
mañana siguiente todavía la no taba muy distinta de como estaba siempre, lo que
confundía mucho el espíritu de míster Dick.
Nunca creí, al menos al principio, que aquel desconocido fuera otra cosa que un
fenómeno de la imaginación de míster Dick; una de aquellas cosas como la del rey
Carlos, que tantas preocupaciones le causaba. Pero después, reflexionando algo, empecé
a temer si no habrían tratado, por medio de amenazas, de arrancar al pobre míster Dick de
la protección de mi tía, y si ella, fiel a la amabilidad que yo conocía en ella, se habría
visto obligada a comprar con dinero la paz y el reposo de su protegido. Como ya me
había encariñado mucho con míster Dick y me interesaba por su felicidad, durante mucho
tiempo, cuando llegaba el miércoles, estaba preocupado pensando en si le vería aparecer
en la imperial de la diligencia como de costumbre; pero siempre llegaba, con sus cabellos
grises y su cara sonriente y feliz. Nunca tuvo nada más que decirme de aq uel hombre que
asustaba a mi tía.
Aquellos miércoles eran los días más felices en la vida de míster Dick, y tampoco eran
los menos felices de la mía. Pronto se hizo amigo de todos los chicos de la escuela, y
aunque nunca tomaba parte activa en los juegos, no tratándose de la cometa, demostraba
tanto interés como nosotros en todos. ¡Cuántas veces le he visto absorto en una partida de
bolos o de peón, mirándonos con interés profundo y perdiendo la respiración en los
momentos críticos! ¡Cuántas ve ces le he visto subido en un picacho para abarcar todo el
campo de acción y moviendo el sombrero por encima de sus cabellos grises, olvidado
hasta de la cabeza del rey Carlos! ¡Cuántas horas de verano le he visto pasar pendiente
del criquet! ¡Cuántos días de invierno le he visto, con la nariz azul por el frío y el viento,
mirándonos patinar y aplaudiendo en su entusiasmo con sus guantes de lana!
Era el favorito de todos, y su ingenio para las cosas pequeñas era trascendental. Sabía
pelar naranjas de formas tan dist intas, que nosotros no teníamos ni idea. No desechaba
nada, convertía en peones de ajedrez los huesos de chuleta, hacía carros romanos con
cartas viejas, ruedas con un carrete y jaulas de pájaro con trocitos de alambre; pero lo
más admirable eran las casas que hacía con pajas o con hilos. Estábamos seguros de que
con sus manos sabría hacer todo lo que quisiéramos.
La fama de míster Dick no quedó confinada a los pequeños. Al cabo de pocos
miércoles el doctor Strong en persona me hizo algunas preguntas sob re él, y yo le
contesté todo lo que sabía por mi tía. Al doctor le interesó muchísimo y me pidió que en
la próxima visita se lo presentara. Después de cumplida esta ceremonia el doctor rogó a
míster Dick que siempre que no me encontrase en las oficinas de la diligencia fuera allí
directamente a esperar la hora de salida, y pronto míster Dick hizo costumbre de ello, y si
nos retrasábamos un poco, como sucedía a menudo, se paseaba por el patio esperándome.