Charles Dickens | Page 154

-Es seguro que lo estaba -repuso míster Dick moviendo gravemente la cabeza -, pues no habíamos vuelto a verle nunca hasta ayer por la noche. Estábamos paseando cuando se acercó otra vez por detrás. Yo lo reconocí. -¿Y mi tía volvió a asustarse? -Se estremeció --continuó míster Dick imitando el movimiento y haciendo castañetear sus dientes y se apoyó en la tapia y lloró-. Pero mira, Trotwood -y se acercó para hablarme más bajo-. ¿Por qué le dio dinero a la luz de la luna? ---Quizá era un mendigo. Míster Dick sacudió la cabeza, rechazando la idea, y después de repetir muchas veces y con gran convicción: «No; no era un mendigo», me dijo que desde su ventana había visto a mi tía, muy tarde ya, en la noche, dando dinero al hombre que estaba por fuera de la verja a la luz de la luna. Y entonces el hombre había vuelto a esconderse debajo de la tierra. Después de darle el dinero, mi tía volvió apresurada y furtiva hacia la casa, y a la mañana siguiente todavía la no taba muy distinta de como estaba siempre, lo que confundía mucho el espíritu de míster Dick. Nunca creí, al menos al principio, que aquel desconocido fuera otra cosa que un fenómeno de la imaginación de míster Dick; una de aquellas cosas como la del rey Carlos, que tantas preocupaciones le causaba. Pero después, reflexionando algo, empecé a temer si no habrían tratado, por medio de amenazas, de arrancar al pobre míster Dick de la protección de mi tía, y si ella, fiel a la amabilidad que yo conocía en ella, se habría visto obligada a comprar con dinero la paz y el reposo de su protegido. Como ya me había encariñado mucho con míster Dick y me interesaba por su felicidad, durante mucho tiempo, cuando llegaba el miércoles, estaba preocupado pensando en si le vería aparecer en la imperial de la diligencia como de costumbre; pero siempre llegaba, con sus cabellos grises y su cara sonriente y feliz. Nunca tuvo nada más que decirme de aq uel hombre que asustaba a mi tía. Aquellos miércoles eran los días más felices en la vida de míster Dick, y tampoco eran los menos felices de la mía. Pronto se hizo amigo de todos los chicos de la escuela, y aunque nunca tomaba parte activa en los juegos, no tratándose de la cometa, demostraba tanto interés como nosotros en todos. ¡Cuántas veces le he visto absorto en una partida de bolos o de peón, mirándonos con interés profundo y perdiendo la respiración en los momentos críticos! ¡Cuántas ve ces le he visto subido en un picacho para abarcar todo el campo de acción y moviendo el sombrero por encima de sus cabellos grises, olvidado hasta de la cabeza del rey Carlos! ¡Cuántas horas de verano le he visto pasar pendiente del criquet! ¡Cuántos días de invierno le he visto, con la nariz azul por el frío y el viento, mirándonos patinar y aplaudiendo en su entusiasmo con sus guantes de lana! Era el favorito de todos, y su ingenio para las cosas pequeñas era trascendental. Sabía pelar naranjas de formas tan dist intas, que nosotros no teníamos ni idea. No desechaba nada, convertía en peones de ajedrez los huesos de chuleta, hacía carros romanos con cartas viejas, ruedas con un carrete y jaulas de pájaro con trocitos de alambre; pero lo más admirable eran las casas que hacía con pajas o con hilos. Estábamos seguros de que con sus manos sabría hacer todo lo que quisiéramos. La fama de míster Dick no quedó confinada a los pequeños. Al cabo de pocos miércoles el doctor Strong en persona me hizo algunas preguntas sob re él, y yo le contesté todo lo que sabía por mi tía. Al doctor le interesó muchísimo y me pidió que en la próxima visita se lo presentara. Después de cumplida esta ceremonia el doctor rogó a míster Dick que siempre que no me encontrase en las oficinas de la diligencia fuera allí directamente a esperar la hora de salida, y pronto míster Dick hizo costumbre de ello, y si nos retrasábamos un poco, como sucedía a menudo, se paseaba por el patio esperándome.