teniendo todos los detalles relatados aquí, en cuanto mi tía me tomó seriamente bajo su
protección. Al ingresar en la escuela del doctor Strong le escribí de nuevo detallándole mi
felicidad y mis proyectos, y no hubiera tenido ni la mitad de satisfacción gastándome el
dinero de míster Dick de la que tuve enviando a Peggotty su media guinea de oro. Hasta
entonces no le había contado el episodio del mucha cho del burro.
A mis cartas contestaba Peggotty con la prontitud aunque no con la concisión de un
comerciante. Toda su capacidad de expresión (que no era muy grande por escrito) se
agotó con la redacción de todo lo que sentía respecto a mi huida. Cuatro páginas de
incoherentes frases llenas de interjecciones, sin más puntuación que los borrones, eran
insuficientes para su indignación. Pero aquellos borrones eran más expresivos a mis ojos
que la mejor literatura, pues demostraban que Peggotty había llorado al escribirme. ¿Qué
más podía desear?
Me di cuenta al momento de que la pobre mujer no podía sentir ninguna simpatía por
miss Betsey. Era demasiado pronto, después de tantos años de pensar de otro modo.
«Nunca llegamos a conocer a nadie - me escribía-, pues pensar que miss Betsey pueda
ser tan distinta de lo que siempre habíamos supuesto... ¡Qué lección!» Era evidente que
todavía le asustaba mi tía, y aunque me encargaba que le diera las gracias, lo hacía con
bastante timidez; era evidente que temía que volviera a escaparme, a juzgar por las repetidas instancias de que no tenía más que pedirle el dinero ne cesario y meterme en la
diligencia de Yarmouth.
En su carta me daba una noticia que me impresionó mucho. Los muebles de nuestra
antigua casa habían sido vendidos por los hermanos Murdstone, que se habían marchado,
y la casa estaba cerrada, hasta que se vendiera o alquilara. Dios sabe que yo no había
tenido sitio en ella mientras ellos habían habitado allí; pero me entristeció pensar que
nuestra querida y vieja casa estaba abandonada, que las malas hierbas crecerían en ella y
que las hojas secas invadirían los senderos. Me imaginaba el viento del invierno silbando
alrededor, la lluvia fría cayendo sobre los cristales de las ventanas y la luna llenando de
fantasmas las paredes vacías y velando ella sola. Pensé en la tumba debajo de los árboles
y me pareció como si la casa también hubiera muerto y todo lo relacionaba con mis
padres desaparecidos.
No había más noticias en la carta de Peggotty aparte de que Barkis era un excelente
marido, según decía, aunque seguía un poquito agarrado; pero todos tenemos nuestros defectos, y ella también estaba llena de ellos (yo estoy seguro de no haberle conocido
ninguno). Barkis me saludaba y me decía que mi habitacioncita siempre estaba dispuesta.
Míster Peggotty estaba bien, y Ham también, y mistress Gudmige seguía como siempre, y
Emily no había querido escribirme mandándome su cariño, pero decía que me lo enviara
Peggotty de su parte.
Todas estas noticias se las comunicaba yo a mi tía como buen sobrinito, evitando sólo
nombrar a Emily, pues instintivamente comprendía que a mi tía le haría poca gracia. Al
principio de mi ingreso a la escuela, miss Betsey fue en va rias ocasiones a Canterbury a
verme, siempre a las horas más intempestivas, con la idea, supongo, de sorprenderme en
falta. Pero como siempre me encontraba estudiando y con muy buena fama, oyendo en
todas partes hablar de mis progresos, pronto interrumpió sus visitas. Yo la veía un sábado
cada tres o cuatro semanas, cuand o iba a Dover a pasar un domingo, y a míster Dick lo
veía cada quince días, los miércoles. Llegaba en la diligencia a mediodía para quedarse
hasta la mañana siguiente.
En aquellas ocasiones míster Dick nunca viajaba sin su neceser completo de escritorio
conteniendo buena provisión de papel y su Memoria, pues se le había metido en la cabeza
que apremiaba el tiempo y que realmente había que terminarla cuanto antes.