Cuando Annie abrió los ojos y vio dónde estaba y que todos la rodeaban, se levantó a
inclinó la cabeza en el pecho del doctor, no sé si para apoyarse o para ocultarla, y todos
entramos de nuevo en el salón, dejándola con el doctor y con su madre. Pero, al parecer,
ella dijo que se encontraba mejor de lo que había estado durante todo el día y quiso
volver entre nosotros. La trajeron muy pálida y débil y la sentaron en el sofá.
-Annie, querida mía -dijo su madre arreglándole el traje-; mira, has perdido uno de tus
lazos. ¿Quiere alguien ser tan amable de buscarlo? Es una cinta de color cereza.
Era la que llevaba en el pecho. La buscaron, y yo también la busqué por todas partes,
estoy seguro; pero nadie consiguió encontrarla.
-¿No recuerdas si la tenías hace un momento, Annie? --dijo su madre.
Me sorprendió cómo, estando tan pálida, pudo ponerse de pronto roja como la grana al
contestar que sí la tenía hacía un momento; pero que no merecía la pena buscarla.
Seguimos buscándola sin resultado y, por último, insistió tanto en que no merecía la
pena, que las pesquisas se enfria ron. Cuando dijo que se encontraba completamente bien,
todos nos levantamos y dijimos adiós.
Volvíamos muy despacio míster Wickfield, Agnes y yo. Agnes y yo admirábamos la
luz de la luna; pero míster Wickfield no levantaba los ojos del suelo. Cuando por fin
llegamos delante de nuestra puerta, Agnes se dio cuenta de que había olvidado su bolsita
de labor. Encantado de poder prestarle algún servicio, volví corriendo a buscarla.
Entré en el comedor, que era donde se la había dejado; es taba oscuro y desierto, pero
una puerta de comunicación entre aquella habitación y el estudio del doctor, donde había
luz, estaba abierta, y me dirigí allí para decir lo que deseaba y pedir una vela.
El doctor estaba sentado en su butaca al lado de la chi menea y su mujer en un taburete a
sus pies. El doctor, con una sonrisa complaciente, leía en alta voz un manuscrito
explicación de su teoría sobre aquel interminable dicciona rio, y ella le miraba; pero con
una expresión que no le había visto nunca. Estaba tan bella y tan pálida, tan fija en su
abstracción, con una expresión tan completamente salvaje y como sonámbula, en un
sueño de horror de no sé qué. Sus ojos estaban completamente abiertos, y sus cabellos
castaños caían en dos espesos bucles sobre sus hombros y su blanco traje, desaliñado por
la falta de la cinta. Recuerdo perfectamente su aspecto, y todavía hoy no puedo decir lo
que expresaba, y me lo pregunto al recordarlo, trayéndolo de nuevo ante mi actual
experiencia. ¿Arrepentimiento?, ¿humillación?, ¿vergüenza?, ¿orgullo?, ¿amor?, ¿confianza? Vi todo aquello y, dominándolo todo, vi aquel ho rror de no sabía qué.
Mi entrada diciendo lo que deseaba le hizo volver en sí y también cambió el curso de
las ideas del doctor, pues cuando volví a entrar a devolver la luz, que había cogido de la
mesa, le acariciaba la cabeza con ternura paternal, diciéndole que era un egoísta, que
abusaba de su bondad leyéndole aquello y que debía marcharse a la cama.
Pero ella le pidió con insistencia que la dejara estar con él, que la dejara convencerse de
que poseía toda su confianza (casi balbució estas palabras), y volviéndose hacia él, después de mirarme a mí cuando salía de la habitación, le vi cruzar las manos sobre las
rodillas y mirarle con la misma expresión, aunque algo más tranquila, mientra s él
reanudaba su lectura.
Aquello me impresionó hondamente y lo recordé mucho tiempo después, como tendré
ocasión de relatar cuando sea oportuno.
CAPÍTULO XVII
ALGUIEN QUE REAPARECE
No he vuelto a mencionar a Peggotty desde mi huida; pero, como es natural, le había
escrito una carta en cuanto estuve establecido en Dover, y después otra muy larga, con-