Charles Dickens | Page 151

Cuando Annie abrió los ojos y vio dónde estaba y que todos la rodeaban, se levantó a inclinó la cabeza en el pecho del doctor, no sé si para apoyarse o para ocultarla, y todos entramos de nuevo en el salón, dejándola con el doctor y con su madre. Pero, al parecer, ella dijo que se encontraba mejor de lo que había estado durante todo el día y quiso volver entre nosotros. La trajeron muy pálida y débil y la sentaron en el sofá. -Annie, querida mía -dijo su madre arreglándole el traje-; mira, has perdido uno de tus lazos. ¿Quiere alguien ser tan amable de buscarlo? Es una cinta de color cereza. Era la que llevaba en el pecho. La buscaron, y yo también la busqué por todas partes, estoy seguro; pero nadie consiguió encontrarla. -¿No recuerdas si la tenías hace un momento, Annie? --dijo su madre. Me sorprendió cómo, estando tan pálida, pudo ponerse de pronto roja como la grana al contestar que sí la tenía hacía un momento; pero que no merecía la pena buscarla. Seguimos buscándola sin resultado y, por último, insistió tanto en que no merecía la pena, que las pesquisas se enfria ron. Cuando dijo que se encontraba completamente bien, todos nos levantamos y dijimos adiós. Volvíamos muy despacio míster Wickfield, Agnes y yo. Agnes y yo admirábamos la luz de la luna; pero míster Wickfield no levantaba los ojos del suelo. Cuando por fin llegamos delante de nuestra puerta, Agnes se dio cuenta de que había olvidado su bolsita de labor. Encantado de poder prestarle algún servicio, volví corriendo a buscarla. Entré en el comedor, que era donde se la había dejado; es taba oscuro y desierto, pero una puerta de comunicación entre aquella habitación y el estudio del doctor, donde había luz, estaba abierta, y me dirigí allí para decir lo que deseaba y pedir una vela. El doctor estaba sentado en su butaca al lado de la chi menea y su mujer en un taburete a sus pies. El doctor, con una sonrisa complaciente, leía en alta voz un manuscrito explicación de su teoría sobre aquel interminable dicciona rio, y ella le miraba; pero con una expresión que no le había visto nunca. Estaba tan bella y tan pálida, tan fija en su abstracción, con una expresión tan completamente salvaje y como sonámbula, en un sueño de horror de no sé qué. Sus ojos estaban completamente abiertos, y sus cabellos castaños caían en dos espesos bucles sobre sus hombros y su blanco traje, desaliñado por la falta de la cinta. Recuerdo perfectamente su aspecto, y todavía hoy no puedo decir lo que expresaba, y me lo pregunto al recordarlo, trayéndolo de nuevo ante mi actual experiencia. ¿Arrepentimiento?, ¿humillación?, ¿vergüenza?, ¿orgullo?, ¿amor?, ¿confianza? Vi todo aquello y, dominándolo todo, vi aquel ho rror de no sabía qué. Mi entrada diciendo lo que deseaba le hizo volver en sí y también cambió el curso de las ideas del doctor, pues cuando volví a entrar a devolver la luz, que había cogido de la mesa, le acariciaba la cabeza con ternura paternal, diciéndole que era un egoísta, que abusaba de su bondad leyéndole aquello y que debía marcharse a la cama. Pero ella le pidió con insistencia que la dejara estar con él, que la dejara convencerse de que poseía toda su confianza (casi balbució estas palabras), y volviéndose hacia él, después de mirarme a mí cuando salía de la habitación, le vi cruzar las manos sobre las rodillas y mirarle con la misma expresión, aunque algo más tranquila, mientra s él reanudaba su lectura. Aquello me impresionó hondamente y lo recordé mucho tiempo después, como tendré ocasión de relatar cuando sea oportuno. CAPÍTULO XVII ALGUIEN QUE REAPARECE No he vuelto a mencionar a Peggotty desde mi huida; pero, como es natural, le había escrito una carta en cuanto estuve establecido en Dover, y después otra muy larga, con-