Mi tía estaba tan contenta como yo de las decisiones que acababa de tomar, y bajamos
juntos al salón, muy dichosos y muy agradecidos. Mi tía no quiso oír hablar de quedarse a
comer, por temor de no llegar antes de la noche a su casa con el famoso caballo gris, y
creo que míster Wickfield la conocía demasiado bien para tratar de disua dirla. De todos
modos, le hicieron tomar algo. Agnes volvió a su cuarto con su aya, y míster Wickfield a
su despacho, y nos dejaron solos para que pudiéramos despedimos tranquilos.
Me dijo que míster Wickfield se encargaría de arreglar todo lo que me concerniese y
que no me faltaría nada, y después añadió los mejores consejos y las palabras más afectuosas.
-Trot -dijo mi tía al terminar su discurso-, a ver si te haces honor a ti mismo, a mí y a
míster Dick, y ¡qué Dios te acompañe!
Yo estaba muy conmovido, y todo lo que pude hacer fue darle las gracias, encargándole
toda clase de cariños para míster Dick.
-No hagas nunca una bajeza; no mientas nunca; no seas cruel; evita estos tres vicios,
Trot, y siempre tendré esperanzas en ti.
Prometí lo mejor que pude que no abusaría de su bondad y que no olvidaría sus
recomendaciones.
-El caballo está a la puerta -dijo mi tía-; me voy; quédate aquí.
A estas palabras me abrazó precipitadamente y salió de la habitación, cerrando la puerta
tras de sí. Al principio me sorprendió esta brusca partida y temí haberla disgustado; pero
cuando la vi por la ventana subir al coche con tristeza y alejarse sin levantar los ojos
comprendí mejor lo que sentía, y no le hice ya aquella injusticia.
A las cinco se cenaba en casa de míster Wickfield. Había recobrado ánimos y sentía
apetito. Sólo había dos cubiertos; sin embargo, Agnes, que había esperado en el salón a
su padre, se sentó frente a él en la mesa; yo me extrañaba que él hubiera comido sin ella.
Después de comer volvimos a subir al salón, y en el rincón más cómodo Agnes preparó
para su padre un vaso y una botella de vino de Oporto. Yo creo que no habría encontrado
en su bebida favorita su perfume acostumbrado si se la hubieran servido otras manos.
Allí pasó dos horas bebiendo vino en bastante cantidad, mientras Agnes tocaba el
piano, trabajaba o charlaba con él y conmigo. Él estaba la mayor parte del tiempo alegre
y charlatán como nosotros; pero a veces la miraba y caía en un silencio soñador. Me
parecía que ella se daba cuenta enseguida, y trataba de arrancarle de sus meditaciones con
una pregunta o una caricia; entonces salía de su ensueño y bebía más vino.
Agnes hizo los honores del té; después pasó el tiempo hasta la hora de acostarnos. Su
padre la estrechó en sus brazos y la besó, y al marcharse pidió que llevasen las velas a su
despacho. Yo también subí a acostarme.
Por la tarde había salido un rato para echar una mirada a las antiguas casas y a la
hermosa catedral, preguntándome cómo habría podido atravesar aquella antigua ciudad
en mi viaje y pasar, sin saberlo, al lado de la casa donde debía vivir tan pronto. Al volver
vi a Uriah Heep que cerraba el bufete. Me sentía benevolente hacia todo el género
humano y le dirigí algunas palabras, y al despedirme le tendí la mano. Pero ¡qué mano
húmeda y fría tocó la mía! Me pareció sentir la mano de la muerte, y me froté después. la
mía con fuerza para calentarla y borrar la huella de la suya.
Fue tan desagradable que cuando entré en mi habitación todavía sentía su frío y
humedad en mi memoria. Asomándome a la ventana vi uno de los rostros tallados en las
cabezas de las vigas que me miraba de reojo, y me pareció que era Uriah Heep que había
subido allí de algún modo, y la cerré con prisa.
CAPÍTULO XVI