CAMBIO EN MÁS DE UN SENTIDO
Al día siguiente, después del desayuno, entré de nuevo en la vida de colegio. Míster
Wickfield me acompañó al escenario de mis futuros estudios. Era un edificio de piedra,
en el centro de un patio donde se respiraba un aire científico muy en armonía con los
cuervos y las cornejas que bajaban de las torres de la catedral para pasearse, con paso
majestuoso, por la hierba. Me presentaron a mi nuevo maestro, el doctor Strong.
El doctor Strong me pareció casi tan oxidado como la verja de hierro que rodeaba la
fachada y casi tan pesado como las grandes umas de piedra colocadas en la verja a intervalos iguales en lo alto de sus pilares, como un juego de bolos gigantescos preparado
para que el Tiempo lo tirase. Estaba en la biblioteca; me refiero al doctor Strong. Llevaba
la ropa mal cepillada, los cabellos despeinados, largas polainas negras desabrochadas y
los zapatos abiertos como dos cavernas sobre la alfombra. Volvió hacia mí sus ojos
apagados, que me recordaron los de un caballo ciego al que había visto pacer y cojear
sobre las tumbas del cementerio de Bloonderstone. Me dijo que se alegraba mucho de
verme, y me tendió una mano, con la que yo no sabía qué hacer, porque ella tampoco
hacía nada.
Sentada trabajando no lejos del doctor había una linda muchacha, a quien llamaba
Annie, y supuse que sería su hija.
Me s acó de mis meditaciones cuando se arrodilló en el suelo para atar los zapatos del
doctor Strong y abrocharle las polainas, lo que hizo con prontitud y cariño. Cuando
terminó y nos dirigimos a la clase, me sorprendió mucho oír a míster Wickfield
despedirse de ella bajo el nombre de mistress Strong, y me preguntaba si no sería por
casualidad la mujer de algún hijo, cuando el mismo doctor disipó mis dudas.
-A propósito, Wickfield --dijo parándose en un pasillo, con una mano apoyada en mi
hombro-, ¿no ha encontrado usted todavía nada que pueda convenir al primo de mi
mujer?
-No -dijo míster Wickfield-, todavía no.
-Desearía que fuera lo más pronto posible, Wickfield -dijo el doctor Strong-, pues Jack
Maldon es pobre y está ocioso, y son dos cosas malas, que traen a veces resultados
peores. Y es lo que dice el doctor Wats -añadió mirándome y moviendo la cabeza al
mismo tiempo que hablaba-, que «Satanás encuentra siempre trabajo para las manos
ociosas».
-En verdad, doctor -replicó míster Wickfield-, que el doctor Wats habría podido decir
con la misma razón «que Satanás siempre encuentra algo que hacer para las manos
ocupadas». Las personas ocupadas también toman parte en el mal del mundo, puede
usted estar seguro, y si no, ¿qué es lo que han hecho desde hace un siglo o dos los que
más han trabajado en adquirir poder o dinero? ¿Cree usted que no han hecho también
bastante daño?
-Jack Maldon nunca trabajará demasiado para adquirir lo uno ni lo otro -dijo el doctor
Strong, restregándose la barbilla con aire pensativo.
-Es posible -dijo míster Wickfield-, y me recuerda usted nuestro asunto, y le pido
perdón por haberme alejado de él. No; todavía no he encontrado nada para Jack Maldon.
Creo -añadió titubeando- que adivino sus aspiraciones, y eso hace la cosa más difícil.
-Mis objetivos --dijo el doctor Strong- son colocar de un modo conveniente al primo de
Annie, que además es para ella un amigo de la infancia.
-Sí, ya sé -dijo míster Wickfield-: en Inglaterra o en el extranjero.
-Sí -dijo el doctor, evidentemente sorprendido de la afectación co n que pronunciaba
aquellas palabras: «en Inglaterra o en el extranjero».
-Son sus propias palabras -dijo míster Wickfield-.« o en el extranjero».