-¿Qué? -dijo mi tía.
-Deje usted aquí a su sobrino por el momento. Es un niño tranquilo, que no me
molestará nada. La casa es buena para estudiar, tranquila como un convento, y casi tan
grande. ¡Déjelo aquí!
La proposición le gustaba a mi tía; pero dudaba en acep tar por delicadeza, y yo lo
mismo.
-Vamos, miss Trotwood -dijo míster Wickfield-; no hay otro modo de salvar la
dificultad. Y es solamente un arreglo temporal. Si no resulta bien, si nos molesta, tanto a
unos como a otros, siempre estamos a tiempo de separarnos, y entre tanto podremos
encontrar algo que convenga más. Por el momento, lo mejor es dejarlo aquí.
-Se lo agradezco mucho, y veo que él también lo agradece; pero...
-Vamos; ya sé lo que quiere decir -exclamó míster Wickfield-, y no quiero forzarla a
que acepte favores de mí; pagará usted la pensión si quiere; no pelearemos por el precio,
pero la pagará si usted quiere.
-Esta condición -dijo mi tía-, sin disminuir en nada mi reconocimiento, me deja más
tranquila y estaré encantada de dejarlo aquí.
-Entonces vamos a ver a la pequeña dueña de mi casa -dijo míster Wickfield.
Subimos por una vieja escalera, con una balaustrada tan ancha que se hubiera podido
andar por ella, y entramos en un viejo salón algo oscuro, iluminado por tres o cuatro de
las extrañas ventanas que había observado desde la calle. En los huecos había asientos de
madera, que parecían provenir de los mismos árboles de los que se habían hecho el suelo,
encerado, y las grandes vigas del techo. La habitación estaba muy bien amueblada, con
un piano y un deslumbrante mueble verde y rojo; había flores en los floreros y parecía
estar todo lleno de rincones, y en cada uno había algo: o una bo nita mesa, o un costurero,
o una estantería, o una silla, o cualquier otra cosa; tanto que yo pensaba a cada instante
que no había en la habitación rincón más bonito que en el que yo estaba, y un momento
después descubría otro retiro más agradable todavía. El salón tenía el sello de quietud y
de exquisita limpieza que caracterizaba la casa exteriormente.
Míster Wickfield llamó a una puerta de cristales que había en un rincón, y una niña de
mi edad apareció al momento y le besó. En su carita reconocí inmediatamente la tranquila
y dulce expresión de la señora que había visto retratada en el piso de abajo. Me parecía
que era el retrato quien había crecido, haciéndose mujer, mientras que el original
continuaba siendo niña. Tenía el aspecto alegre y dichoso, lo que no impedía que su
rostro y sus modales respirasen una tranquilidad, una serenidad de alma, que no he
olvidado ni olvidaré jamás.
-He aquí la pequeña dueña de mi casa -dijo míster Wickfield-, mi hija Agnes. Cuando
oí el tono con que pronunciaba aquellas palabras y el modo como agarraba su mano,
comprendí que aquel era el motivo de su vida.
Llevaba un minúsculo cestito con las llaves y tenía todo el aspecto de una ama de casa
bastante seria y bastante entendida para gobernar la vieja morada. Escuchó con interés lo
que su padre le decía de mí, y cuando terminó propuso a mi tía que fuera con ella a ver
mi habitación. Fuim os todos juntos; ella nos guió a una habitación verdaderamente magnífica, con sus vigas de nogal, como las demás, y sus cua draditos de cristales, y la
hermosa balaustrada de la escalera llegaba hasta allí.
No puedo recordar dónde ni cuándo había visto en mi infancia vidrieras pintadas en una
iglesia, ni recuerdo los asuntos que representarían. Sé únicamente que cuando vi a la niña
llegar a lo alto de la vieja escalera y volverse para esperamos, bajo aquella luz velada,
pensé en las vidrieras que había visto hacía tiempo, y su brillo dulce y puro se asoció
desde entonces a mi espíritu con el recuerdo de Agnes Wickfield.