el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la
ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el
cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince
años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al
rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan
desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de
hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca,
con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delga das, una
verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo,
se acariciaba la barbilla y nos miraba.
-¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? -dijo mi tía.
-Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere us ted tomarse la molestia de pasar
-dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos.
Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón
un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep
que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano,
como si le hubiera hecho un maleficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos
retratos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y
miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión
de su rostro era dulce y seria, y me miraba.
Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se
abrió una puerta y entró un caballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cerciorarme de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el
caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían
retratado.
-Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Usted me dispensará; pero
cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un
interés en el mundo.
-Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despa cho que estaba amueblado como
el de un hombre de nego cios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al
jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pared, justo encima de la
chimenea; Canto es así, que me preguntaba cómo harían los deshollinadores para poder
pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla.
-Y bien, miss Trotwood -dijo mister Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño
de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los
alrededores- ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada
malo.
-No -replicó mi tía-; no vengo por asuntos legales.
-Tiene usted razón -dijo mister Wickfield-, más vale que nos veamos por otra cosa.
Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas
negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un
color excesivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gracias a Peggotty, a
atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el so nido de su voz y su corpulencia. Estaba muy
bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su
corbata de batista eran tan blancas y tan final, que me recordaban, en mi errante
imaginación, al cuello de un cisne.
-Es mi sobrino --dijo mi tía.
-No sabia que tuviera usted un sobrino -dijo mister Wickfield.
-Es decir, mi sobrino nieto.