Charles Dickens | Page 135

el mismo rostro. Era completamente un cadáver, como ya me había parecido en la ventana, aunque su rostro estaba cubierto de esas manchas que se ven a menudo en el cutis de los pelirrojos y, en efecto, el personaje era pelirrojo. Debía de tener unos quince años, me pareció; pero aparentaba ser mucho mayor. Llevaba los cabellos cortados al rape; no tenía cejas ni pestañas; los ojos eran de un rojo pardo, tan desguarnecidos, tan desnudos, que yo no me explicaba cómo podrían dormir tan descubiertos. Era cargado de hombros, huesudo y anguloso. Vestía, con decencia, de negro, con una corbata blanca, con el traje abrochado hasta el cuello, y unas manos tan largas y tan delga das, una verdadera mano de esqueleto, que atraía mi atención, mientras de pie, delante del caballo, se acariciaba la barbilla y nos miraba. -¿Está en casa míster Wickfield, Uriah Heep? -dijo mi tía. -Sí; míster Wickfield está en casa, señora. Si quiere us ted tomarse la molestia de pasar -dijo, señalando con su mano descarnada la habitación que quería designarnos. Bajamos del coche, dejando a Uriah Heep cuidando del caballo, y entramos en un salón un poco bajo, de forma alargada, que daba a la calle. Por las ventanas vi a Uriah Heep que soplaba en los ollares al caballo y después le cubría precipitadamente con su mano, como si le hubiera hecho un maleficio. Frente a la vieja chimenea había colocados dos retratos: uno, el de un hombre de cabellos grises, pero joven; las cejas eran negras y miraba unos papeles atados con una cinta roja. El otro era el de una señora; la expresión de su rostro era dulce y seria, y me miraba. Creo que buscaba con los ojos un retrato de Uriah, cuando al fondo de la habitación se abrió una puerta y entró un caballero que me hizo volverme a mirar el retrato para cerciorarme de que no se había salido del marco; pero no: seguía quieto en su sitio, y cuando el caballero estuvo más cerca de la luz vi que tenía más edad que cuando le habían retratado. -Miss Betsey Trotwood, haga usted el favor de pasar. Usted me dispensará; pero cuando han llegado estaba ocupado. Ya conoce usted mi vida y sabe que sólo tengo un interés en el mundo. -Miss Betsey le dio las gracias y entramos en un despa cho que estaba amueblado como el de un hombre de nego cios; lleno de papeles, de libros, de cajas de estaño. Daba al jardín y estaba provisto de una caja de caudales fija en la pared, justo encima de la chimenea; Canto es así, que me preguntaba cómo harían los deshollinadores para poder pasar por detrás cuando necesitaran limpiarla. -Y bien, miss Trotwood -dijo mister Wickfield, pues descubrí pronto que era el dueño de la casa, que era abogado y que administraba las tierras de un rico propietario de los alrededores- ¿Qué le trae a usted por aquí? En todo caso espero que no sea por nada malo. -No -replicó mi tía-; no vengo por asuntos legales. -Tiene usted razón -dijo mister Wickfield-, más vale que nos veamos por otra cosa. Ahora sus cabellos eran completamente blancos, aunque seguía teniendo las cejas negras. Su rostro era muy agradable y hasta debía de haber sido muy guapo. Tenía un color excesivo, que yo desde hacía mucho tiempo había aprendido, gracias a Peggotty, a atribuir al vino, y a lo mismo atribuía el so nido de su voz y su corpulencia. Estaba muy bien vestido, con traje azul, chaleco a rayas y pantalón de nanquín. Su camisa y su corbata de batista eran tan blancas y tan final, que me recordaban, en mi errante imaginación, al cuello de un cisne. -Es mi sobrino --dijo mi tía. -No sabia que tuviera usted un sobrino -dijo mister Wickfield. -Es decir, mi sobrino nieto.