Sin extrañarme ya de la general rapidez de las ideas de mi tía, no me sorprendió su brusquedad y dije:-Sí.-Bueno-dijo mi tía de nuevo-. Janet, pedirás el caballo gris y el coche pequeño para mañana a las diez de la mañana, y prepararás esta noche las cosas del señorito. Estaba lleno de alegría al oír dar aquellas órdenes; pero me reproché mi egoísmo cuando vi el efecto que habían causado en míster Dick. Le entristecía tanto la perspectiva de nuestra separación y jugaba tan mal aquella noche, que mi tía, después de advertirle varias veces dando en su caja con los nudillos, cerró el juego declarando que no quería seguir jugando con él; pero al saber que yo vendría algunos sábados y que él podría ir a verme algunos miércoles, recobró un poco de valor y juró fabricar para aquellas ocasiones una cometa gigantesca, mucho más grande que aquella con que nos divertíamos ahora. Al día siguiente había vuelto a caer en su abatimiento y trataba de consolarse dándome todo lo que tenía de oro y plata; pero habiendo intervenido mi tía, sus liberalidades se redujeron a cinco chelines; a fuerza de ruegos consiguió subirlos hasta diez. Nos separamos de la manera más cariñosa a la puerta del jardín, y míster Dick no se metió en casa hasta que nos perdió de vista. Mi tía, perfectamente indiferente a la opinión pública, conducía con maestría el caballo gris a través de Dover. Se sostenía derecha como un cochero de ceremonia, y seguía con los ojos los menores movimientos del caballo, decidida a no dejarlo hacer su voluntad bajo ningún pretexto. Cuando estuvimos en el campo le dejó un poco más de libertad, y lanzando una mirada hacia un montón de almohadones, en los que yo iba hundido a su lado, me preguntó si era feliz.-Mucho, tía, gracias a usted-dije. Me agradeció tanto la contestación que, como tenía las dos manos ocupadas, me acarició la cabeza con el látigo.- ¿ Y es una escuela muy concurrida, tía?-pregunté.-No lo sé-dijo mi tía---. Lo primero vamos a casa de míster Wickfield.- ¿ Es que tiene pensión?--dije.-No, Trot; es un hombre de negocios. No pedí más informes sobre míster Wickfield, y como tampoco me los dio mi tía, la conversación rodó sobre otros asuntos, hasta el momento en que llegamos a Canterbury. Era día de mercado, y a mi tía le costó mucho trabajo conducir el caballo gris a través de las carretas, las cestas y los montones de legumbres. A veces faltaba el canto de un duro para que no volcara un puesto, lo que nos valía discursos muy poco halagüeños por parte de la gente que nos rodeaba; pero mi tía guiaba siempre con la tranquilidad más perfecta, y creo que hubiera atravesado con la misma seguridad un país enemigo. Por fin nos detuvimos delante de una casa antigua, que sobresalía en la alineación de la calle. Las ventanas del primer piso eran salientes, y también las vigas avanzaban sus cabezas talladas, de manera que por un momento me pregunté si la casa entera no tendría la curiosidad de adelantarse así para ver lo que pasaba en la calle. Además, todo esto no le impedía brillar con una limpieza exquisita. La vieja aldaba de la puerta, en medio de las guirnaldas de flores y frutos tallados que la rodeaban, brillaba como un estrella. Los escalones de piedra estaban tan limpios como si los acabaran de cubrir con lienzo blanco, y todos los ángulos y rincones de las esculturas y adornos, los cristalitos de las ventanas, todo estaba tan deslumbrante como la nieve que cae en las montañas. Cuando el coche se detuvo a la puerta, miré hacia la casa y vi una figura cadavérica que se asomó un momento a una ventana de una torrecilla en uno de los ángulos y después desapareció. El pequeño arco de la puerta se abrió entonces, presentándose ante nosotros