por las carreteras y viene aquí en andrajos a dirigirse a usted, miss Trotwood? Yo deseo
poner ante su vista las consecuencias inevitables del apoyo que usted pudiera darle en
estas circunstancias.
-Empecemos por tratar la cuestión de la colocación honrosa. Si hubiera sido su propio
hijo, ¿le habría colocado usted de la misma manera?
-Si hubiera sido el hijo de mi hermano -dijo miss Murdstone, interviniendo en la
discusión-, su carácter ha bría sido completamente diferente.
-Si aquella pobre niña, su difunta madre, hubiera vivido, ¿le habrían cargado también
con esas honrosas ocupacio nes? - insistió mi tía.
-Creo -dijo míster Murdstone con un movimiento de cabeza- que Clara no habría puesto
nunca resistencia a lo que mi hermana y yo hubiéramos decidido.
Miss Murdstone confirmó con un gruñido lo que su hermano acababa de decir.
-¡Hum! -dijo mi tía-. ¡Desgraciado niño!
Míster Dick hacía sonar su dinero en el bolsillo desde hacía mucho rato, se entregaba a
aquella ocupación con tal ahínco, que mi tía creyó necesario imponerle silencio con una
mirada antes de decir:
-¿Y la pensión de aquella pobre niña, se extinguió con ella?
-Se extinguió con ella -replicó míster Murdstone.
-¿Y su pequeña propiedad, la casita y el jardín, ese yo no sé qué de Rookery sin
cuervos, no ha sido legado a su hijo?
-Su primer marido se lo dejó sin condiciones -empezó a decir míster Murdstone,
cuando mi tía le interrumpió con impaciencia y cólera visibles:
-¡Dios mío, ya lo sé! ¡Le fue dejado sin condiciones! Conocía muy bien a David
Copperfield y sé que no era hombre que previera la menor dificultad aunque la hubiera
tenido ante los ojos. No hay duda que se lo dejó sin condiciones; pero al volver ella a
casarse, cuando tuvo la desgracia de casarse con usted; en una palabra -dijo mi tía, y para
hablar francamente-, nadie ha dicho entonces una palabra en favor de este niño.
-Mi pobre mujer amaba a su segundo marido, señora, y tenía plena confianza en él
---dijo mister Murdstone.
-Su mujer, caballero, era una pobre niña muy desgraciada, que no conocía el mundo
-respondió mi tía sacudiendo la cabeza---. Eso es lo que era. Y ahora veamos: ¿qué nos
tiene usted que decir?
-Únicamente esto, miss Trotwood -repuso él-. Estoy dispuesto a llevarme a David sin
condiciones, para hacer de él lo que me convenga. No he venido para hacer promesas ni
para comprometerme a nada. Usted quizá, miss Trotwood, tiene alguna intención en
animarle en su huida y en escuchar sus quejas. Sus modales (debo decirlo) no me parecen
muy conciliadores, y me lo hacen suponer. Le prevengo, por lo tanto, que si se interpone
usted en esta ocasión entre él y yo, es asunto terminado. Si interviene usted, miss
Trotwood, su intervención tiene que ser definitiva. No hablo en broma, y no hay que
jugar conmigo. Estoy dispuesto a llevármele por primera y última vez. ¿Está él dispuesto
a seguirme? Si no lo está, si usted me dice que no lo está, bajo cualquier pretexto que sea,
poco me importa; en ese caso mi puerta se le cierra para siempre y consideraré como
convenido que la suya le queda abierta.
Mi tía había escuchado este discurso con la máxima atención, más tiesa que nunca, con
las manos cruzadas encima de las rodillas y los ojos fijos en su interlocutor. Cuando hubo
terminado, miró a miss Murdstone sin cambiar de actitud, y dijo:
-¿Y usted, señorita, tiene algo que añadir?
-Verdaderamente, miss Trotwood, todo lo que pudiera decir ha sido tan bien expresado
por mi hermano, y todos los hechos que pudiera recordar han sido expuestos por él tan