Después del té nos quedamos cerca de la ventana con objeto (yo supongo, por la
expresión resuelta del rostro de mi tía) de ver de lejos a nuevos delincuentes. Cuando fue
de noche, Janet trajo las luces, echó las cortinas y puso encima de la mesa un juego de
damas.
-Ahora, míster Dick -dijo mi tía seriamente y levantando el dedo como la otra vez-,
tengo todavía una pregunta que hacerle. Mire a este niño...
-¿El hijo de David? --dijo míster Dick, confuso, prestando atención.
-Precisamente --dijo mi tía- ¿Qué haría usted ahora?
-¿Lo que haría del hijo de David? -repitió míster Dick.
-Sí -replicó mi tía-, del hijo de David.
-¡Oh! -dijo míster Dick-. Lo que yo haría... es me terle en la cama.
-¡Janet! -gritó mi tía, con la expresión de satisfacción triunfante que ya había visto
antes-. Míster Dick siempre tiene razón. Si la cama está preparada, vamos a acostarle.
Janet dijo que la cama ya estaba, y me hicieron subir cariñosamente, pero como si fuera
un prisionero. Mi tía iba a la cabeza, y Janet a la retaguardia. La única circunstancia que
me dio algunas esperanzas fue que, a la pregunta de mi tía a propósito de un olor a
quemado que reinaba en la escalera, Ja net contestó que acababa de quemar mi ropa vieja
en la cocina. Sin embargo en mi habitación no había más ropa que la que yo llevaba
puesta y, cuando mi tía me dejó en mi cuarto (no sin prevenirme que la luz debía estar
apagada antes de cinco minutos), le oí cerrar la puerta con llave por fuera. Re flexionando,
me dije que quizá, como no me conocía, temí a que tuviera la costumbre de escaparme y
tomaba sus precauciones en previsión.
Mi habitación era muy bonita. Estaba situada en lo alto de la casa y daba al mar, que la
luna iluminaba entonces. Después de haber rezado y de haber apagado la vela recuerdo
que me quedé asomado a la ventana contemplando la luna sobre el agua como si fuera un
libro mágico donde pudiera leer mi destino, o también como si fuera a ver descender del
cielo, a lo largo de sus rayos luminosos, a mi madre con su niño en los brazos para
mirarme como el último día en que había visto su dulce rostro. Recuerdo también que el
sentimiento solemne que llenaba mi corazón cuando quité por fin los ojos de aquel
espectáculo cedió enseguida ante la sensación de agradecimiento y de tranquilidad que
me inspiraba la vista de aquel le cho rodeado de cortinas blancas. Recuerdo todavía el
bienestar con que me estiré entre aquellas sábanas, más limpias que la nieve. Pensaba en
todos los lugares solitarios en que había dormido y le pedí a Dios que me hiciera la gracia
de no volver a encontrarme sin asilo y de no olvidar nunca a los que no tie nen un techo
donde cobijarse. Recuerdo que enseguida creí poco a poco descender al mundo de los
sueños por aquel haz de luz que reflejaba sobre el mar su brillo tan melancólico.
CAPÍTULO XIV
LO QUE MI TÍA DECIDE RESPECTO A MÍ
Al bajar por la mañana encontré a mi tía meditando profundamente delante del
desayuno. El agua desbordaba de la tetera y amenazaba inundar el mantel cuando mi
entrada le hizo salir de sus cavilaciones. Estaba seguro de haber sido el objeto de ellas, y
deseaba más ardientemente que nunca saber sus intenciones respecto a mí; sin embargo,
no me atrevía a expresar mi inquietud por temor a ofenderla.
Pero mis ojos no los podía dominar como mi lengua y se dirigían constantemente hacia
ella durante el desayuno. No podía mirarla un momento sin que sus miradas vinieran enseguida a encontrarse con las mías; me contemplaba con aire pensativo y como si
estuviéramos muy lejos uno de otro en lugar de estar sentados ante la misma mesa.
Cuando terminamos de desayunar se apoyó con aire decidido en el respaldo de su silla,