-¡Amor! -dijo mi tía-. ¿Qué quiere usted decir? ¿Qué necesidad tenía de ello?
-Quizá -balbució míster Dick, después de pensar un poco-, quizá le gustaba.
-¡Vaya un gusto! -replicó mi tía- ¡Bonito gusto para la pobre niña el confiarse a una
mala persona, que no podría por menos de engañarla de un modo o de otro! ¿Qué es lo
que se proponía? ¡Me gustaría saberlo! Había tenido un ma rido, había encontrado en el
mundo a David Copperfield, a quien siempre, desde que nació, le habían entusiasmado
las muñecas de cera. Había tenido un niño. ¡Oh, era una buena pareja de chiquillos!
Cuando dio vida a este que está sentado aquí, aquel viernes por la noche, ¿qué más podría
desear?
Míster Dick sacudió misteriosamente su cabeza hacia mí, como si pensara que no había
nada que contestar a aquello.
-Ni siquiera ha podido tener una niña como otra persona cualquiera. ¿Y dónde está la
hermana de este niño, Betsey Trotwood? ¡Mira que no nacer! ¡Calle usted, por Dios!
Míster Dick parecía asustado.
-Y aquel mediquillo, con su cabeza de medio lado -continuó mi tía-, Jellys o algo así
era su nombre, ¿qué hacía allí? Todo lo que sabía era decirme como un lila, que es lo que
era: «¡Es un niño, un niño!» ¡Oh, qué imbecilidad la de toda aquella gente!
La dureza de su expresión turbó mucho a míster Dick, y a mí también, para ser franco.
-Y además, como si eso no fuera bastante, como si no hubiera perjudicado ya bastante a
la hermana de este niño, Betsey Trotwood -añadió mi tía-, se vuelve a casar, se casa con
un Murderer, con un hombre que se llamaba algo así, para perjudicar a su hijo. Tenía que
ser todo lo niña que era para no prever lo que ha ocurrido y que su niño llegaría un día en
que se vería errante por el mundo, como Caín, antes de crecer.
Míster Dick me miró fijamente para identificarme bajo aquel aspecto.
-Y además aquella mujer con nombre de pagano -dijo mi tía-, aquella Peggotty, que
también se casa, como si no hubiera visto claros los inconvenientes del matrimonio.
Nada, también a casarse, según cuenta este niño. Al menos tengo la esperanza -dijo mi tía
moviendo la cabeza- de que su marido será de la especie que tan a menudo se lee en los
periódicos y le dará buenas palizas.
Yo no podía soportar el oír tratar así a mi querida Peggotty, ni que le desearan
semejantes cosas, y le dije a mi tía que se equivocaba, y que Peggotty era la mejor amiga
del mundo, la criada más fiel y más abnegada, la más constante que podía encontrarse;
que me había querido siempre con ternura, y a mi madre también; que era la que la había
sostenido en sus últimos momentos y que había recibido su úl timo beso. El recuerdo de
las dos personas que más me ha bían querido en el mundo me cortaba la voz, y me eché a
llorar, tratando de decir que la casa de Peggotty siempre estaba abierta para mí; que todo
lo suyo estaba a mi disposición, y que yo hubiera ido a refugiarme allí si no hubiera
temido causarle dificultades insuperables en su situación. No pude seguir, y oculté el
rostro entre las manos.
-¡Bien, bien! -dijo mi tía-. El niño tiene razón defendiendo a los que le han protegido.
Janet, ¡burros!
Creo que sin aquellos malditos asnos habríamos llegado a entendernos entonces. Mi tía
había apoyado su mano en mi hombro y, sintiéndome animado por aquella marca de
aprobación, estaba a punto de abrazarle y de implorar su protección cuando la
interrumpieron, y la confusión que le producía la lucha subsiguiente puso fin por el
momento a todo pensamiento más dulce. Miss Betsey declaró con indignación,
dirigiéndose a míster Dick, que había tomado una gran resolución y estaba decidida a
apelar a los tribuna les y a llevar ante las autoridades a todos los dueños de burros de
Dover. Este acceso de asnofobia le duró hasta la hora del té.