sensible ultraje que dejar que un burro pisase aquel césped inmaculado. Por absorta que
estuviera en cualquier ocupación; por interesante que fuera la conversación en que tomara
parte, un asno era suficiente para romper al instante el curso de sus ideas y se precipitaba
sobre él al momento.
Cubos de agua y regaderas estaban siempre preparados en un rincón para lanzarlos
sobre los asaltantes; y había palos escondidos detrás de la puerta para dar batidas de vez
en cuando. Era un estado de guerra permanente. Hasta creo que era una distracción
agradable para los chicos que conducían los burros, y hasta quizá los más inteligentes de
ellos, sa biendo lo que ocurría, les gustaba más (por la terquedad que forma el fondo de
los caracteres) pasar por aquel camino. únicamente sé que hubo tres asaltos mientras se
me preparaba el baño, y que en el último, el más temible de todos, vi a mi tía emp render
la lucha con un chico muy duro de mollera, de unos quince años, a quien golpeó la
cabeza dos o tres ve ces contra la verja del jardín antes de que pudiera comprender de qué
se trataba. Estas interrupciones me parecían tanto más absurdas porque en aquellos
momentos estaba precisamente dándome caldo con una cucharilla, convencida de que me
moría de hambre y no podía recibir el alimento más que a pequeñas dosis y, de vez en
cuando, en el momento en que yo tenía la boca abierta, dejaba la cuchara en el plato, gritando: « Janet, ¡burros!», y salía corriendo a resistir el asalto.
El baño me reconfortó mucho. Había empezado a sentir dolores agudos en todos los
miembros a consecuencia de las noches a cielo raso, y estaba tan cansado, tan abatido,
que me costaba trabajo permanecer despierto. Después del baño, mi tía y Janet me
vistieron con una camisa y un pantalón de míster Dick y me envolvieron en dos o tres
grandes chales. Debía de parecer un envoltorio grotesco; en todo caso, tenía mucho calor.
Me sentía muy débil y muy adormilado; me tendí de nuevo en el sofá y me quedé
dormido.
Quizá sería mi sueño consecuencia natural de la imagen que había ocupado tanto
tiempo mi imaginación; pero me desperté con la sensación de que mi tía se había
inclinado hacia mí, me había apartado los cabellos de la frente y arreglado la almohada
que sostenía mi cabeza; después me estuvo contemplando largo rato. Las palabras
«¡pobre niño! » parecieron también resonar en mis oídos; pero no me atrevería a asegurar
que mi tía las había pronunciado, pues al despertarme estaba sentada al lado de la
ventana, mirando al mar, oculta tras su biombo mecánico, que podía volverse ha cia donde
ella quería.
Nada más despertarme sirvieron la comida, que se componía de un pudding y de un
pollo asado. Me senté a la mesa con las piernas encogidas como un pájaro y moviendo
los brazos con dificultad; pero como había sido mi tía quien me había empaquetado de
aquel modo con sus propias manos, no me atreví a quejarme. Estaba muy preocupado por
saber lo que sería de mí; pero como ella comía en el más profundo silencio, limitándose a
mirarme con fijeza de vez en cuando y a suspirar «¡Misericordia!», no contribuía
demasiado a calmar mis inquietudes.
Cuando quitaron el mantel trajeron jerez, y mi tía me dio un vasito, y después envió a
buscar a míster Dick, que llegó enseguida. Cuando ella le rogó que escuchara mi historia,
haciéndomela contar gradualmente en respuesta a una serie de preguntas, él la escuchó
con su expresión más grave. Durante mi relato tuvo los ojos fijos en míster Dick, que sin
ello se habría dormido, y cuando trataba de sonreír mi tía le llamaba al orden frunciendo
las cejas.
-No puedo concebir cómo se le ocurrió a aquella pobre niña volverse a casar --dijo mi
tía cuando terminé.
-Quizá se había enamorado de su segundo marido -sugirió míster Dick.