A pesar de lo que me interesaba la conversación no podía por menos, durante todo el tiempo, observar a mi tía y a míster Dick y hasta a Janet, y acabar el examen de la habitación en que me encontraba. Mi tía era alta; sus rasgos eran pronunciados, sin ser desagradables; su rostro, su voz, su aspecto y su modo de andar, todo indicaba una inflexibilidad de carácter que era suficiente para explicarse el efecto que había causado sobre una criatura tan dulce como mi madre. Pero debía de haber sido bastante guapa en su juventud a pesar de su expresión de altanería y austeridad. Pronto observé que sus ojos eran vivos y brillantes; sus cabellos grises formaban dos trenzas contenidas por una especie de cofia muy sencilla, que se llevaba más entonces que ahora, con dos cintas que se anudaban en la barbilla; su traje era de algodón y muy limpio, pero su sencillez indicaba que a mi tía le gustaba estar libre en sus movimientos. Recuerdo que aquel traje me hacía el efecto de una amazona a la que hubieran cortado la falda; llevaba un reloj de hombre, a juzgar por la forma y el tamaño, colgado al cuello por una cadena, y los puños se parecían mucho a los de las camisas de hombre. Ya he dicho que míster Dick tenía los cabellos grises y el cutis fresco; llevaba la cabeza muy inclinada, y no era por la edad; me recordaba la actitud de los alumnos de míster Creackle cuando se acercaba a pegarles. Sus grandes ojos grises eran prominentes y brillaban con una luz húmeda y extraña, lo que, unido a sus modales distraídos, su sumisión hacia mi tía y su alegría de niño cuando ella le hacía algún cumplido, me hizo pensar que debía de estar un poco chiflado, aunque me costaba trabajo explicarme cómo vivía, en ese caso, con mi tía. Iba vestido como todo el mundo, con una chaqueta gris y un pantalón blanco; llevaba un reloj en el bolsillo del chaleco, y dinero, que hasta hacía sonar a veces como si estuviera orgulloso de ello. Janet era una linda muchacha, de unos veinte años, per fectamente limpia y bien arreglada. Aunque mis observaciones no se extendieron más allá entonces, ahora puedo decir lo que sólo descubrí después, y es que formaba parte de una serie de protegidas que mi tía había ido tomando a su servicio expresamente para educarlas en el horror al matrimonio, lo que hacía que generalmente terminasen casándose con el repartidor del pan. La habitación estaba tan bien arreglada como mi tía y Janet. Dejando la pluma un momento para reflexionar, he sentido de nuevo el aire del mar mezclado con el perfume de las flores; he vuelto a ver los viejos muebles tan primorosamente cuidados: la silla, la mesa y el biombo verde, que pertenecía exclusivamente a mi tía-, la tela que cubría la tapicería, el gato, los dos canarios, la vieja porcelana, la ponchera llena de hojas de rosa secas, el armario lleno de botellas y, en fin, lo que no estaba nada de acuerdo con el resto, mi sucia persona, tendida en el sofá y observándolo todo. Janet se había marchado a preparar el baño cuando mi tía, con gran terror por mi parte, cambió de pronto de cara y se puso a gritar indignadísima con voz ahogada:-Janet, ¡ los burros! Al oír esto Janet subió de la cocina como si hubiera fuego en la casa y se precipitó a un pequeño prado que había delante del jardín y arrojó de allí a dos burros que habían tenido el atrevimiento de meterse en él montados por dos señoras, mientras que mi tía, saliendo también apresuradamente y cogiendo por la brida a un tercer animal, montado por un niño, lo alejó de aquel lugar respetable dando un par de bofetones al desgraciado chico, que era el encargado de conducir los burros y se había atrevido a profanar el lugar consagrado. Todavía ahora no sé si mi tía tenía derechos positivos sobre aquella praderita; pero en su espíritu había resuelto que le pertenecía, y era suficiente. No se le podía hacer más