La contestación de Peggotty llegó pronto y fue, como de costumbre, llena de cariño y
abnegación. Incluía la media guinea (me asusta pensar todo lo que habría tenido que
trabajar y que ingeniarse para conseguir que saliera de la caja de Barkis), y me contaba
que miss Betsey vivía cerca de Dover; pero si era en Dover mismo, o en Hy the
Landgate, o en Folkes tone, no podía decirlo. Uno de nuestros hombres me informó,
cuando le pregunté acerca de aquellos sitios, que estaban muy próximos unos de otros.
Me pareció que ya sabía bastante para mi objetivo, y resolví marcharme a fines de
semana.
Siendo una criaturita muy honrada y no queriendo enturbiar el recuerdo que dejaba en
Murdstone y Grimby, consideré como una obligación permanecer hasta el sábado por la
noche, y como me habían pagado una semana adelantada, me fui temprano, para no tener
que presentarme a la hora de cobrar en la caja. Por esta misma razón había pedido la media guinea a Peggotty, para no encontrarme sin dinero para los gastos del viaje. Por lo
tanto, cuando llegó el sábado por la noche y nos reunimos todos para que nos pagasen,
Tipp el carretero pasó, como siempre, el primero al despacho. Yo estreché la mano de
Mick Walker, rogándole que cuando me llamaran entrase y le dijera a míster Quinion que
había ido a llevar mi maleta a casa de Tipp, dije adiós a Fécula de patata y me fui.
Mi maleta continuaba en mi antiguo alojamiento al otro lado del río. Había preparado,
para pegar en ella, una dirección escrita en el respaldo de una de las tarjetas de
expedición que pegábamos en las cajas: «Míster David enviará a buscarla a la oficina de
la diligencia de Dover». Tenía la tarjeta en el bolsillo y pensaba pegarla en cuanto
estuviera fuera de la casa. Mientras andaba miraba a mi alrededor, para ver si encontraba
a alguien que pudiera ayudarme a llevarla. En esto vi a un muchacho de piernas largas,
que llevaba un carrito enganchado a un burro y que estaba cerca del obelisco en el
camino de Blackfriars; al pasar me encontré con su mirada y me preguntó si le
reconocería bien si le volvía a ver, aludiendo sin duda a la fijeza con que le había
examinado. Me apresuré a asegurarle que no había sido po r descortesía, sino que estaba
pensando si no quería encargarse de un trabajo.
-¿Qué trabajo? -preguntó el muchacho de las piernas lanzas.
-Llevar una maleta -contesté.
-¿Qué maleta? - insistió el joven.
Lo dije que la mía, que estaba allí, en aquella misma calle, y que deseaba que por seis
peniques me la llevaran a la diligencia de Dover.
-Vaya por los seis peniques -dijo el muchacho.
Y subiendo al instante en su carrito, que se componía de tres tablas puestas sobre las
ruedas, partió tan diligente en la d irección indicada, que me costaba trabajo seguir el paso
de su burro.
Tenía unos modales desconcertantes aquel muchacho y una manera muy molesta de
mascar una brizna de paja al ha blar; pero el trato estaba hecho. Le hice subir a la
habitación que dejaba, cogió la maleta, la bajó y la puso en su carrito. Yo no quería
todavía poner la dirección, por temor a que alguien de la familia de mi propietario
adivinara mis designios; le rogué, por lo tanto, que se detuviera al llegar a la gran pared
de la prisión de Bench King. Apenas hube pronunciado estas palabras cuando partió
como si él, mi maleta, el carrito y el asno se hubieran vuelto locos. Yo perdía la respiración a fuerza de correr y de llamarle, hasta que le alcancé en el sitio indicado.
Estaba rojo y excitado, y al sacar la tarjeta dejé caer de mi bolsillo la media guinea. Me
la metí en la boca para mayor seguridad, y aunque mis manos temblaban mucho,
conseguí, con gran satisfacción, colocar la tarjeta. De pronto recibí un violento golpe en