Charles Dickens | Page 111

la barbilla, que me dio el chico de las piernas largas, y vi mi media guinea pasar de mi boca a sus ma nos. -Vamos -dijo el joven agarrándome por el cuello de la chaqueta con un horrible gesto-, asunto de policía, ¿no es verdad? Y quieres huir, ¿no es así? ¡Ven, ven a la policía, granuja! ¡Ven a la comisaría! -Déme mi dinero, haga el favor -dije yo, muy asustado-, y déjeme en paz. -Ven a la comisaría, y allí demostrarás que es tuya. -Deme mi maleta y mi dinero, ¿quiere usted? -grité deshecho en lágrimas. El joven todavía replicó: «Ven a la comisaría», arrastrándome con violencia al lado del asno, como si hubiera alguna relación entre aquel animal y un magistrado. Después, cambiando de pronto de opinión, saltó al carrito, se sentó encima de la maleta y, diciendo que iba derecho a la comisaría, partió más deprisa que nunca. Corrí tras él todo lo que pude; pero no tenía aliento para llamarle, ni me hubiera atrevido a hacerlo aunque hubiera podido. En un cuarto de hora estuve veinte veces a punto de que me atropellaran; tan pronto veía a mi ladrón como desaparecía a mis ojos; después volvía a verle; después recibía un latigazo de cualquier carretero; después me insultaban, caía en el barro, me levantaba, chocaba contra alguien, o me precipitaba contra un poste. Por fin, sofocado por la camera y turbado por el miedo de ver que Londres entero se pusiera a perseguirme, dejé al joven que se llevase mi maleta y mi dinero donde quisiera. Ahogado y todavía llorando seguí, sin detenerme, el camino de Greenwich, que estaba en el camino de Dover, según había oído decir, llevando hacia el retiro de mi tía Betsey una parte de mis bienes casi tan pequeña como la que traía la noche en que mi nacimiento tanto le enfureció. CAPÍTULO XIII EL RESULTADO DE MI RESOLUCIÓN No sé nada; pero creo que pensaba seguir corriendo pasta Dover cuando renuncié a la persecución del muchacho del carrito y tomé el camino de Greenwich. En todo caso, mis ilusiones se desvanecieron pronto; me vi obligado a detenerme en la carretera de Kent, cerca de una terraza que adornaba una fuente con una gran estatua en el centro. Allí me senté en el umbral de una puerta, agotado por los esfuerzos que acababa de hacer, y tan sofocado, que apenas si tenía fuerzas para llorar, pensando en mi maleta y en mi media guinea. Se había hecho de noche, y mientras descansaba oí dar las diez en los relojes; pero era verano y hacía calor. Cuando recobré alientos y me tranquilicé emprendí de nuevo el camino de Greenwich. Ni por un momento se me ocurrió volverme atrás. No sé si se me hubiera ocurrido en el caso de encontrarme un precipicio en medio del camino. Pero la escasez de mis recursos (tenía tres medios peniques en el bolsillo y me pregunto cómo estarían allí siendo sábado) no dejaba de preocuparme, a pesar de mi perseverancia. Empezaba a figurarme un artículo en los periódicos anunciando que me habían encontrado muerto bajo un árbol, y andaba tristemente, aunque todo lo más deprisa que podían mis piernas, cuando pasé por delante de una puerta donde ponía que se compraban trajes de hombre y de mujer y que pagaban bien los huesos y los trapos viejos. El dueño de la tienda estaba sentado a la puerta en mangas de camisa, con la pipa en la boca; había muchos trajes y pantalones suspendidos del techo, y todo aquello sólo estaba alumbrado por dos candiles, de manera que parecía un hombre que hubiera colgado allí a sus enemigos y se regocijara con su venganza. La experiencia que había adquirido con mistress Micawber me sugirió, a la vista de aquello, un medio de alejar algo el golpe fatal. Entré en una callejuela, me quité el chaleco, lo doblé cuidadosamente y me presenté en la puerta de la tienda.