de veinte y media; resultado, miseria. La flor está marchita, la hoja cae, el ángel de la
guarda desaparece y..., en una palabra, se ha hundido usted para siempre, como yo.
Y para hacer su ejemplo más impresionante, míster Micawber se bebió un vaso de
ponche con gran alegría y satisfacción y silbó una cancioncilla del colegio.
Le aseguré que nunca perdería de vista aquellos preceptos, lo que era bastante inútil,
pues era evidente que me afectaba. A la mañana siguiente, muy temprano, me reuní con
la familia en las oficinas de la diligencia y les vi con tristeza colocarse en la imperial.
-Copperfield -dijo mistress Micawber-, ¡Dios le bendiga! Nunca podré olvidarle, y
aunque pudiera, no querría.
-Copperfield-dijo míster Micawber-, adiós; que la felicidad y la prosperidad le
acompañen. Si al cabo de los años pudiera creer que mi suerte desgraciada le ha servido
de lección, pensaré que no he ocupado en vano el lugar de otro hombre en la tierra. Y si
surgiera algo (siempre cuento con ello) sería extraordinariamente dichoso si pudiera ayudarle en sus proyectos respecto del porvenir.
Pienso que mistress Micawber, que estaba sentada en la imperial con los niños,
mirándome mientras yo permanecía de pie en la carretera contemplándolos tristemente,
se percató de pronto de que en realidad era yo un niño muy pequeño y muy débil; lo creo
porque me hizo seña de que subiera a su lado con una expresión completamente nueva y
maternal en su rostro, me cogió en sus brazos y me besó como hubiera podido besar a su
hijo. Tuve el tiempo justo de bajar antes de que partiera la diligencia y apenas podía
distinguir a mis amigos entre los pañuelos que agitaban.
En un minuto todo desapareció. Nos quedamos en medio de la carretera la huérfana y
yo, mirándonos tristemente; luego, después de estrecharnos la mano, ella tomó el camino
del Hospicio de San Lucas y yo fui a empezar mi jornada en Murdstone y Grimby.
Pero no tenía intención de continuar aquella vida tan pe nosa. Estaba decidido a huir, a
ir de un modo o de otro a bus car en el campo a la única parienta que tenía en el mundo y
a contarle mi historia: a la tía Betsey.
Ya he hecho observar que no sabía cómo aquel proyecto desesperado había germinado
en mi espíritu; pero una vez en ello, ¡ni determinación fue tan inquebrantable como todas
las que he podido tomar después en mi vida. No estoy seguro de que mis esperanzas
fuesen muy vivas; pero estaba decidido a ejecutarlo. Cien veces desde la noche en que lo
había concebido había dado vueltas en mi espíritu a la historia de mi nacimiento, que
tanto me había gustado hacer contar a mi pobre madre, y que me sabía de memoria. Mi
tía hacía una aparición rápida y terrible; pero había en todo aquello una particularidad que
me gustaba recordar y que me daba algunas esperanzas. No podía olvidar que a mi madre
le había parecido sentirla acariciar suavemente sus cabellos, y aunque aquello podía ser
una idea sin ningún fundamento, yo me hacía un bonito cuadro del instante en que mi
terrible tía se había conmovido ante aquella belleza infantil que yo recordaba tan bien y
que me era tan querida, y aquel pequeño episodio aclaraba dulcemente todo el cua dro.
Quizá fuera aquel el germen que después de vivir en mi espíritu había engendrado
gradualmente mi determinación.
Como ni siquiera sabía dónde habitaba miss Betsey, escribí una larga carta a Peggotty
en la que le preguntaba de una manera casual si recordaba el lugar de su residencia, diciendo que había oído hablar de una señora que vivía en un sitio, que nombré al azar, y
que sentía curiosidad por saber si no sería ella. También en aquella carta le decía que
tenía mucha necesidad de media guinea, y que si pudiera prestármela se lo agradecería
mucho, reservándome para decirle más adelante, al devolvérsela, lo que me había
obligado a pedirle aquella suma.