Le dije que mistress Micawber estaba en un estado muy alarmante. A1 oír esto se
deshizo en llanto y se vino conmigo con el chaleco todavía cubierto de las cabezas y
colas de gambas que había estado comiendo.
-¡Emma, ángel mío! - gritó, entrando en la habitación-. ¿Qué te pasa?
-¡Nunca te abandonaré, Micawber! --exclamó ella.
-¡Mi vida! -dijo él, cogiéndola en sus brazos-. Estoy completamente seguro de ello.
-Es el padre de mis hijos, el padre de mis mellizos, el esposo de mi alma -grito mistress
Micawber-. ¡Nunca, nunca le abandonaré!
Míster Micawber estaba tan profundamente afectado por aquella prueba de cariño
(como yo, que lloraba a lágrima viva), que la abrazó de un modo apasionado, rogándole
que le mirase y se tranquilizara. Pero cuanto más le pedía que le mirase más se fijaban
sus ojos en el vacío, y cuanto más le pedía que se tranquilizara menos tranquila estaba.
Por lo tanto, pronto se contagió Micawber y mezcló sus lágrimas con las de su mujer y
las mías. Por último me pidió que saliera con una silla a la escalera mientras él la
acostaba. Hubiera querido marcharme ya; pero Micawber no lo consintió, porque todavía
no había sonado la campana para la salida de los visitantes. Por lo tanto me senté en la
ventana de la escalera hasta que él llegó con otra silla a hacerme compañía.
-¿Cómo está su esposa? --dije.
-Muy abatida -dijo míster Micawber sacudiendo la cabeza-, es la reacción. ¡Ah! ¡Es que
ha sido un día terrible! Y ahora estamos solos en el mundo y sin el menor recurso.
Míster Micawber me estrechó la mano, gimió y después se echó a llorar. Yo estaba muy
conmovido y desconcertado, pues esperaba que estuvieran muy alegres en aquella ocasión tan esperada. Pero pienso que los Micawber estaban tan acostumbrados a sus
antiguos apuros, que se sentían desconcertados al verse libres de ellos. Toda la
flexibilidad de su carácter había desaparecido, y nunca les había visto tan tristes como
aquella tarde. A1 oír la campana míster Micawber me acompañó hasta la verja y me dio
su bendición al despedirnos. Yo me sentía verdaderamente inquieto al dejarlo solo, tan
profundamente triste como estaba.
Pero a través de la confusión y abatimiento que nos había apresado de una manera tan
inesperada para mí, veía claramente que mister y mistress Micawber iban a abandonar
Londres y que la separación entre nosotros era inminente. Y fue al volver aquella tarde a
casa, y durante las horas sin sueño que siguieron, cuando concebí por primera vez, no sé
cómo, un pensamiento que pronto se convirtió en una firme resolución.
Me había unido tan íntimamente con los Micawber; me había implicado tanto en sus
desgracias, y estaba tan absolutamente desprovisto de amigos, que la perspectiva de
verme obligado de nuevo a buscar alojamiento para vivir entre extraños parecía volver a
arrojarme contra la corriente de esta vida, demasiado conocida ahora para ignorar lo que
me esperaba.
Todos los sentimientos delicados que esta existencia he ría; toda la vergüenza y el
sufrimiento que despertaba en mí se me hicieron tan dolorosos, que, reflexionando, decidí
que aquella vida me era intolerable.
Yo no podía esperar otro medio para escapar a ella que por mi propio esfuerzo; lo sabía.
Rara vez oía hablar de miss Murdstone, y de su hermano, nunca. Pero dos o tres paque tes
de ropa nueva o arreglada habían sido enviados para mí a míster Quinion, acompañados
de un trozo de papel arrugado que decía: «M. M. espera que D. C. se aplique a cumplir
bien sus deberes», sin dejar entrever la menor esperanza de que algún día pudieran llegar
tiempos mejores.
Al día siguiente me convencí, mientras mi espíritu estaba todavía en la inquietud del
plan que había concebido, que mistress Micawber no había hablado sin motivo de la